Imagina que entras en un salón. Has llegado con retraso; otros, los que te han precedido, llevan ya un buen rato inmersos en una discusión agitada y fascinante -demasiado como para interrumpirla y resumírtela.
Más aún: la discusión ya había empezado mucho antes de que cualquiera de ellos llegase, conque ninguno es capaz de retroceder al inicio y relatarla paso por paso.
Te sientas y escuchas durante un rato, hasta que crees haber captado la médula del argumento; entonces, te pones en pie, te entrometes, dices algo. Alguien responde; tú replicas; otro sale en tu defensa; otro más se alinea en tu contra, para deleite o vergüenza de tu oponente (y en función de la habilidad de tu inesperado aliado).
Pero la discusión es interminable, infinita, eterna. Se hace tarde; has de marchar. Y te marchas.
Y la discusión prosigue, con la misma intensidad y vigor.
He dado con esto en un viejo libro de Kenneth Burke que hace siglos que nadie abría. Lo he traducido lo mejor que he podido; pero el original es mucho más poderoso, insinuante, dulce, asombroso.
La vida, en un solo párrafo.