Alquimia: la Ciencia Dulce

(En Naturaleza, Hombre y Mujer, Alan Watts invierte la clásica ecuación occidental entre Naturaleza y Espíritu, por un lado, y Mujer y Varón, por otro. No es que la mujer sea intrínsecamente “natural” y el varón “espiritual”; antes bien, es que nuestra tradición judeocristiana ha ignorado o menospreciado los aspectos “femeninos” de la espiritualidad, endilgándoselos al Demonio o a la Carne. No así doctrinas como el taoísmo: “El Espíritu del Valle nunca muere / Es llamado La Misteriosa Madre” [Tao Te King, VI].
Este ensayo traza los orígenes filosóficos de esta postura ante el mundo, sus nefastas consecuencias -palpables en cualquier calle de cualquier ciudad medianamente polucionada- y la supervivencia de la otra postura en las prácticas alquímicas, centradas en las metáforas de la Dualidad sexual y la evolución como concepción. Así, se enfrenta la noción común y corriente de la “ciencia”, dominante, inquisitiva y apresurada, con la “ciencia dulce” de la Alquimia; así, se descubre que los “materialistas” son irónicamente idealistas -ya que contemplan la “materia” sólo desde el punto de vista de su utilidad, con lo cual terminan por destruirla.
Por debajo del texto fluye la distinción taoísta y confuciana entre “fuerza” y “poder”: “Aquel que conquista a los demás tiene músculos fuertes; aquel que se conquista a sí mismo es poderoso” [
Tao Te King, XXXIII; para una exposición pormenorizada, véase La Fuerza, en la sección de Filosofía Hermética]. Y, también, la idea de “tiempo” en el I Ching, magistralmente investigada por Hellmut Wilhelm en El Significado del I Ching).

 

Solve et coagula.
Le Diable, XV, Tarot

La naturaleza es mujer, y hay que violarla

“Hay que violentar a la naturaleza, forzarla, obligarla a revelar sus secretos”.

Así exponía Francis Bacon, bien entrado el Renacimiento, el núcleo de su programa para la renovación del conocimiento, su Novum Organum. Así como un canon reúne el conjunto de reglas para distinguir lo correcto de lo errado, lo verdadero de lo falso, un organum expone la serie de procedimientos a seguir para la creación y el hallazgo de nuevas verdades. Bacon, apóstata del escolasticismo y su rigor rayano en la rigidez, se propuso echar abajo el edificio de la ciencia medieval fundado en la deducción aristotélica; y no encontró otro modo que haciendo una de las primeras apologías de la observación y la experimentación que registra la historia del conocimiento.

Cabe señalar que su noción de “experimento” era bastante precaria: se limitaba a “hacer la prueba”, a “ver qué pasa”, sin proponer hipótesis ni anticipar resultados. “El mercurio es líquido… ¿qué pasaría si lo calentásemos? Ah, vaya , se evapora…”

Pero la apología baconiana se asentaba en una metáfora feraz si bien perversa: la Naturaleza es una mujer; y, como tal, es pudorosa. Tenemos que forzarla a quitarse la ropa, violar sus defensas y penetrar en sus misterios interiores; y sólo podemos hacerlo a golpes, con violencia, brutalmente.

Tenemos ya todo un universo de significados: la Fuerza, tan afín a la Mas:., concebida en esencia como la capacidad de hacer que los elementos naturales cambien de estado; la Naturaleza, la sutil Materia, una amante esquiva y dócil; la Razón, como el Cincel, que la penetra y la subyuga. Un universo de significados que nos acompaña, exacerbado, cada vez que encendemos un coche o arrancamos una flor. Un componente de nuestra civilización y nuestra Orden, que llamaremos, por el momento y por motivos que luego serán evidentes, Espíritu.

La naturaleza es mujer, y hay que seducirla

Más de un siglo antes, otro Bacon, Roger, sufría el exilio y el encarcelamiento por, entre otras cosas, “proponer conocimientos no acordes con el Canon de la Iglesia”. Corrían tiempos difíciles para los innovadores; Bacon, monje franciscano, se había atrevido a proponer la fabricación de una Enciclopedia que reuniese los conocimientos de los más reputados sabios en unos cuantos volúmenes. Y entre éstos, uno dedicado a la Alquimia.

Sí: Bacon era alquimista, y acaso autor del Speculum Alchimiae, reimpreso numerosas veces. Alquimista, además de matemático, astrólogo, aritmosofista, filósofo y viajero. Tuvo contacto, aunque no directo, con la tradición árabe; defendió con vigor la “observación directa”, la experiencia –en suma, la experimentación que pregonara el otro Bacon a un público más amigable. De sus obras se deduce una metáfora semejante –la naturaleza es mujer– y una conclusión totalmente opuesta: por tanto, hay que seducirla; porque sólo entregará sus secretos a quien sepa tratar con ella.

Lo mismo, repetido una y mil veces, dirán los manuales alquímicos más reputados. Y diferente es, también, su noción de “fuerza”. Ya no es la violencia del mazo o el cincel, sino la paciencia del agua y el alfarero. Como reza el adagio alquímico: Lege, lege, relege, ora, labora et invenies (Lee, lee, relee, reza, trabaja y encontrarás).

La “filosofía verdadera” (filósofos, se llaman sus adeptos a sí mismos), la Alquimia, es una ciencia dulce: “no conquistarás por la Fuerza lo que obtiene sólo el Amor”, parece ser su premisa. Y su amante, la Materia, a quien llamaremos, por motivos que luego se harán evidentes, la Madre.

Disfraz de oro: orígenes de la Alquimia

El lexicógrafo griego Suidas define la palabra chemeia, antecesora de nuestra “química”, como “la preparación de la plata y el oro”. Pero ¡ojo!, los papiros que sobre este arte se conservan (el del Leiden y el de Estocolmo) refieren técnicas de coloración de los metales: cómo hacer que el estaño o el cobre parezcan plata usando alumbre o vinagre como reactivos, por ejemplo. A un fecundo malentendido debemos nuestra actual idea de la Alquimia como la transformación de los metales imperfectos en oro y plata, metales “puros”.

El primer alquimista propiamente dicho es, cómo no, un gnóstico: Zósimo el panopolitano, del fines del S. III. Describe ya los aparatos de destilado y sublimación, como el alambique de tres balones; y escribe la primera alegoría alquímica, modelo de tantas otras: un sueño en el que los minerales son personificados: el chrysanthropos, hombre de oro, el argyanthropos, de plata, etc. Pero ya Olimpodoro, comentarista del s. V, cita entre los ilustres “hacedores de oro” a los presocráticos; y otro texto apócrifo añade a Cleopatra, Aristóteles, Platón y el emperador Heraclio. Se trata, a lo que se ve, de un arte real, de sabios y poderosos.

Los árabes tomaron entonces la posta, como los mismos nombres lo demuestran: “alquimia”, chemeia más el prefijo árabe al; así también, alambique. Djabir ibn Hayyán (s. VIII) escribe la primera síntesis alquímica, exponiendo los fenómenos que centenares de adeptos se afanarán en repetir: la sublimación, la volatilización, la condensación, la calcinación.

De aquí saltamos a Roger Bacon, Hortulano (autor de la Practica alchimica que explica cómo preparar el ácido nítrico), Jean de Roquetaillade, autor del Liber Lucis (Libro de la Luz) y del Liber de consideratione quintaesenciae, donde expone la quintaesencia, un gramo de la cual que podía transformar en oro cien gramos de mercurio. Pasamos por Bernardo de Treviso, autor del Grandísimo Secreto de los Filósofos, una autobiografía de su ardua y prolongada búsqueda del Secreto durante veinte años de pobreza, paciencia y prueba tras prueba. Y llegamos al siglo XVI, que trajo consigo un renacimiento de la filosofía hermética, la cábala, la gnosis, el neoplatonismo, la publicación de los más bellos tratados alquímicos y el refinamiento de sus prácticas y teorías.

Madre y Espíritu: dar forma a lo caótico

La teoría que subyace a la alquimia operativa es terriblemente sencilla. En el fondo, toda la materia es Una; todos los metales son sucesivos estadios o etapas de la evolución hacia los más perfectos, la plata y el oro, que permanecen, no cambian (pues no se oxidan). Exactamente esto expone el alquimista más célebre del S. XX, Jean Julien Champagne, más conocido como Fulcanelli, en su obra maestra El misterio de las catedrales. Toda la materia es Una; en cada mota de polvo reposan el mercurio y el azufre, entrelazados pero impuros, imposibilitados de mostrar su verdadera naturaleza, su Luz –de concebir al Niño, como se llama, a veces, a la Piedra Filosofal.

El proceso de transformación es, en definitiva, una concepción; y como tal requiere de un vientre, el atanor u horno de tres esferas (tres, como los Tres Mundos), que debe ser capaz de mantener un fuego constante aunque graduable, y que ha de tener una ventanilla o “cristal” para que el adepto contemple los sucesivos cambios de color que le servirán de indicio indudable. En este alambique se deposita la matriz propiamente dicha, el huevo filosófico, vaso ovoide que ha de contener el compuesto para la cocción en este peculiar “baño María”. (María la del baño es Miriam, la hermana de Moisés, ella misma alquimista legendaria e inventora de esa forma de hervor dentro de un hervor que aún hoy lleva su nombre). El huevo tiene un cuello estrecho que ha de ser herméticamente cerrado con vidrio fundido luego de vertida la mezcla.

En esta se condensan “los cuatro elementos y el semen de los metales”; es llamada azoth, pero también “blanco del negro”, “cadmio”, “agua viscosa”, “melancolía” (título de un grabado contemporáneo de Durero que refleja, posiblemente, a un ángel absorto en el milagro de la mutación). El azoth está hecho de dos ingredientes principales: el “mercurio filosófico”, femenino, y el “azufre untuoso”, masculino; o, diríamos ahora –desvelando nuestro pequeño enigma– el Espíritu y la Madre-Materia, la Fuerza y la Resistencia Pasiva, la Razón y la Pasión: las serpientes entrelazadas en el caduceo que Apolo usurpó a Mercurio.

Ni el azufre ni el mercurio son sus congéneres vulgares. El Mercurio Filosófico es la Madre de todos los metales, su origen y materia prima; el Azufre, el Esperma de los metales, la Potencia que los suscita. Ambos, unidos en el huevo en virtud de un disolvente o “fuego interior”, se someten a un calor uniforme y temperado durante algo más de cuarenta días; y, si las disoluciones y sublimaciones han sido correctas, la temperatura adecuada y, en fin, las estrellas son favorables, se despeja el camino de la Obra en tres sucesivos momentos. Primero viene la nigredo, la “putrefacción”, la “ceniza”; reducidos, los elementos “dejan de copular” o “combatir” (transparente alegoría del acto sexual) y yacen en el lecho, juntos y agotados, “como Rey y Reina”. Le sucede la albedo, el enblanquecimiento y licuefacción, representado por el cisne, el color blanco, la diosa Diana y la gnóstica Sophia encerrada en la materia. Es el solve, la “disolución del cuerpo”, la destrucción que debe preceder por fuerza a toda nueva creación. Sophia, como el cisne, “da sus alas” a su esposo para elevarlo a las alturas, en este clímax del poder de lo femenino.

Finalmente, tanto el combate como la separación cesan; mercurio y azufre se hacen uno, asexuado o bisexual, el Hermafrodita, a la vez Hermes y Afrodita; la Obra se completa, y la Piedra, símbolo de la materia nueva, está lista para infundir sus virtudes a todos los demás metales. Es el coagula, la “forma nueva” que atrapa a la materia y la solidifica.

Madre y Espíritu: alquimia especulativa

Esta reseña estaría incompleta si no discutiésemos el lenguaje alquímico, hermético por demás; y su magnífico empleo de la imagen como forma de ocultar, y a la vez de transmitir, el secreto del proceso de transformación de los metales. Es una alegoría gráfica, polisémica, múltiple y abigarrada; una alegoría no sólo de la actividad material concreta sino, y sobre todo, del “desbastar de la piedra bruta” del propio filósofo. Porque, desde sus orígenes gnósticos, la alquimia desprecia la materia –o, mejor, el afán por poseerla; y los alquimistas se burlan de quienes revisan sus pergaminos en pos de riqueza fácil e instrucciones concretas, tildándolos de “sopladores”, “mancebos de laboratorio”.

La clave es sencilla: allí donde reza “piedra filosofal” debemos leer “ser humano puro y perfecto”; donde habla de nigredo, la “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz, el extravío del peregrino querubínico de Angelus Silesius, el “valle de la muerte” bíblico; y así sucesivamente. También aquí hay peldaños, estadios, pasos sucesivos y conocimiento acumulativo (y la escalera, presente en tantas imágenes de la Orden, es un símbolo recurrente de la Obra alquímica). También hay peligros, falsos atajos; en concreto, la siempre acechante tentación de acelerar la evolución, de tomar el paraíso por asalto: las prisas que hacen al filósofo elevar la temperatura de su atanor, haciendo de la putrefacción una calcinación.

Quizá sea Jung quien mejor ha interpretado el aspecto especulativo de la alquimia –aunque sus fuentes no sean del todo exactas: no distingue entre textos apócrifos y textos originales, confunde a un autor con otro y una época con otra, etc. Para él, también el ser humano guarda una “piedra filosofal” en su interior; también cada persona es como el estaño o el cobre, un material imperfecto con la semilla de la pureza. La individuación, la “piedra filosofal” junguiana, proviene de la confluencia del anima y el animus, lo “femenino en lo masculino” y lo “masculino en lo femenino” que toda persona abriga; de la reunión de la “persona”, la máscara social que nos oculta y defiende, y la “sombra”, los fantasmas que nos persiguen y los demonios que nos poseen, alrededor del sí mismo, el centro de gravedad de la psique. La lucha entre estos opuestos es encarnizada y brutal; sólo la paciencia, esa forma de fuerza tan ajena a Francis Bacon y tan cara a Roger Bacon, permite que, presas del agotamiento, los enemigos se desplomen y accedan a contemporizar. Y esto sucede no una sino miles de veces a lo largo de la vida –y del día.

La naturaleza y el espíritu: ciencia y sabiduría

A estas alturas, debe haber quedado claro nuestro motivo para hablar de “naturaleza” y “espíritu”, y para citar a Francis y Roger Bacon. Los primeros son sucedáneos del mercurio y el azufre, de la materia vaga e informe y la forma activa y definida; nos han permitido exponer el fundamento filosófico –y básicamente gnóstico- de las “bodas alquímicas”, la unión entre femenino y masculino, pasivo y activo, sol y luna; la fusión de la dualidad en la unidad, como sugieren las tres luces de la Logia. Los segundos, las dos maneras en que tal fusión se procura: con violencia inusitada y sin respetar plazos ni secuencias, a la manera del autor del Novum Organum, rompiendo toda barrera; o con suavidad y paciencia, asumiendo que, en palabras de Shakespeare, “hay una marea en los asuntos humanos que, si se sigue con acierto, conduce al éxito”.

Al hilo de esto, quisiéramos elaborar una breve conclusión. Demasiado a menudo, la Razón y el Mito se consideran contrapuestos y antitéticos. La ciencia, se dice, es fría, calculadora, materialista –palabra que se esgrime como el insulto final. Pero los alquimistas también eran materialistas: amaban la materia, la veneraban, tratándola con cautela y dulzura. El Mito, se dice, es apasionado y comprensivo, universal y eterno; es espiritual –con un ligero mohín de arrogancia. Pero los alquimistas eran tan espirituales como el que más: sabían que el verdadero espíritu mora en la Materia, que el Padre pertenece a la Madre y el Hijo nace de ambos; y su dulzura se dedicaba a suscitar este nacimiento, a asegurar las condiciones en que las cosas se dan por sí solas. Demasiado a menudo, la Mas:. es mercurio sin azufre, o azufre que denigra al mercurio. Y en el ínterin, la Belleza se opaca. Quizá podríamos aprender de la paciencia alquímica; recuperar algo de su amabilidad.

No en vano era la “ciencia dulce”.

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