El Poeta y la Diosa: Robert Graves

(Cuando tenía quince o dieciséis tuve un sueño inolvidable. Lo protagonizaba una niña perdida, que me inspiraba inaudita ternura. No la conocía, pero la amaba.
Diez años después comprendí, leyendo a Robert Graves, que era la Diosa Blanca bajo uno de sus tres aspectos. Desde entonces la he vuelto a encontrar mil veces, tanto en el arte como en la vida; no sin dolor ni angustia, en ocasiones abrumadoras. Pero ese es el precio a pagar, afirma Graves, por una relación privilegiada con la Diosa; y ¿quién podría negarse a ello?
Casi todas las obras de Robert Graves me han dejado lívido y fascinado; he tenido que leerlas compulsivamente, de una sola vez, sin parar. Así me dediqué a investigar sus fuentes, su vida y su forma de pensar. Este ensayo resume algunas de las conclusiones.
Sobre las nociones de “mal” y “bien” en la obra de Graves, véase
Maldad e Infamia en la Historia Universal de la Infamia, de J. L. Borges, en la sección de Psicología).

En el que es probablemente su mejor libro, La Diosa Blanca, Robert Graves hace la siguiente, tajante afirmación:

Todo poema verdadero es en realidad una invocación a la Diosa Blanca.

Esta es la base de toda su obra poética, de toda su filosofía -y de su vida misma. Cómo es esto posible: he ahí el tema de este ensayo.

Esbozo biográfico: la fría razón, la ardiente pasión

Robert Graves nació en 1895, en Wimbledon, al sur de Londres, en el seno de una familia de clase media. Su padre era maestro de escuela y un erudito en literatura galesa; su madre, la biznieta del historiador alemán Leopold von Ranke. Aunque odiaba la escuela (como confesaría más tarde en su autobiografía), tuvo una infancia feliz, y publicó su primer libro de versos a los 21 años.

En 1914 se enlistó en los Fusileros Reales y combatió en el frente occidental; herido de gravedad, se le extendió por error un certificado de defunción que le causaría problemas burocráticos durante media vida. Tras volver a Londres se casó con la pintora feminista Nancy Nicholson (en 1918) y se dedicó a obtener su título de bachiller en literatura.

Aquí empieza la parte escabrosa. Junto con su mujer, sus hijos y la poetisa Laura Riding, se mudó a El Cairo (en 1926) para trabajar como profesor de literatura. Tres años después, abandonaba a su esposa y partía, con Riding, a Deià, un pueblecito costero de la isla de Mallorca, en España, donde permaneció hasta su muerte en 1985.

Debido a sus mutuas infidelidades, su relación con Riding duró poco más de diez años; se separaron a fines de la década de los 30. Tras pasar una temporada en Inglaterra, Graves se enamoró de la mujer de un amigo suyo, Beryl Hodge, y se casó con ella en 1950.

Sabemos de la cotidianidad de Graves gracias a un relato de Colin Wilson, que viajó a Deià para conocerlo en la década de los 60; y lo que sabemos no es demasiado halagüeño. A Graves le encantaba la rústica vida del pueblecito pesquero; amaba las olivas, las uvas, el pan y el jerez y le fascinaba el Mediterráneo. De algún modo, encontraba en su retiro un remanso de paz, un resto del paganismo precristiano y la simplicidad clásica que tanto veneraba en sus escritos.

Mas su vida amorosa no era para nada plácida. Su mujer confesó a Wilson que se sentía a menudo inquieta. Graves tenía la costumbre de enamorarse cada cierto tiempo –de alguien diferente; casi siempre, de turistas inglesas o americanas que visitaban la isla. Su amor era el de un adolescente: se volvía reservado, tímido, distraído; componía poemas que regalaba con deleite y azoramiento; anhelaba la respuesta positiva –pero también la temía. Las pocas veces que la recibía, cuando sus sorprendidas amadas aceptaban su coqueteo, se enfadaba y entristecía; pero la negativa de éstas sólo enardecía su pasión.

Que terminaba por agotarse no mucho después. Entonces, Graves era de nuevo el amable y juguetón marido –hasta que apareciese alguna nueva presa.

Cuando la Diosa se encarna

Seguramente es Robert Graves uno de los pocos poetas que consiguieron construir una elaborada teoría, incluso una metafísica, en base casi solamente a sus incursiones poéticas. Comparte este honor con Blake, Yeats y Goethe; en menor medida, en otro sentido, con Swedenborg, John Dee y Shakespeare.

Hemos anticipado ya el núcleo de esta teoría: todo poema verdadero es en realidad una invocación a la Diosa. Así explicaba Graves también su agitada vida emocional: “cuando la Diosa se encarna, nada se puede hacer, excepto volar hacia la llama y dejarse inmolar como la polilla (1)”.

Hay dos clases de poetas, prosigue Graves (en La Diosa Blanca): los poetas “falsos” o traidores a la Diosa, de orientación apolínea, que escriben épica o incurren en el pecado de la prosa; y los “verdaderos”, dionisíacos, que nunca se apartan de la lírica aunque prescindan de rima y ritmo. A los treinta años (2), el poeta se ve forzado a decidir su filiación: si será apolíneo –en cuyo caso podrá vivir una existencia reposada, tranquila, prosaica– o si se inclinará por adorar a la Triple Diosa –con lo cual habrá de sufrir sus tormentos y alcanzar las más altas cotas de pasión y potencia artística.

El tormento de la Diosa es siempre una variante de la locura, ora furiosa, ora reprimida, de la pasión amorosa. El poeta verdadero está condenado a oscilar entre el amor más arrebatador y el desengaño más cruel; ambos extremos alimentan su genio poético, que a veces celebra a su Musa y a veces se menosprecia a sí mismo. Así, la frivolidad, el desvarío y la infidelidad tienen un sentido trascendental, una justificación magnífica si bien perversa: permiten rendir culto a Astarté, suscitar las tormentas psíquicas que anteceden a todo poema auténtico –a toda invocación al poder oscuro y terrible del eterno femenino.

Graves cita con aprobación La Belle Dame Sans Merci de Keats, poema que relata cómo un caballero es atraído por una princesa fantástica (la Diosa de las Hadas) y cómo, tras compartir una sola noche con ella, despierta aterrorizado en medio del bosque, rodeado de los fantasmas de sus amantes; cómo, por fin, pasa el resto de sus días buscándola sin esperanza.

Para Keats, como para cualquier “poeta verdadero”, la Diosa se muestra en tres aspectos (3): madre (la madre de su amada Fanny Browne, a quien adoraba), virgen y amada (la misma Fanny Browne, que rechazaba sus avances lo mejor que podía) y la Muerte (la tuberculosis, de la que ya sufría al escribir el poema).

El eterno y terrible femenino

Mas ¿cómo estar seguros de que un poema es “verdadero”? Muy simple, señala Graves haciéndose eco de A. E. Housman:

La prueba de un verdadero poema, según A. E. Housman, es sencilla y práctica: ¿se le erizan a uno los pelos de la barba si lo repite silenciosamente mientras se afeita?

Todo poema verdadero nos pone los pelos de punta, porque es una invocación a la Diosa.

Y ¿quién es “la Diosa”? Ya no es hoy tan desconocida como lo era en tiempos de Graves: ciertas feministas, ciertos revisionistas de la historia y el ala pagana del new age se han encargado de popularizarla merced a consignas como “descubre tu diosa interior”, “entra en contacto con tu loba”, “desencadena tu magia sexual”. Pero, en su origen, la Diosa fue un invento de algunos historiadores decimonónicos, más o menos rigurosos y más o menos imaginativos.

Graves bebió ante todo de tres fuentes. En primer término, de J. von Bachofen, a quien Engels cita con aprobación en El origen de la familia, la propiedad privada y el estado. Von Bachofen pretendió rastrear en las costumbres clásicas y arcaicas y en ciertas obras dramáticas (ante todo la Orestiada) los restos de una civilización preclásica basada en un derecho materno (título de su libro publicado en 1861). De acuerdo con esta teoría, la sociedad se originó en un período de promiscuidad sexual que impedía establecer las filiaciones paternas. Las mujeres, que sufrían la dominación masculina, lograron liberarse a través de la religión asociando la Naturaleza con la feminidad, el misterio de la cosecha con el de la maternidad, etc.; hasta que los varones sobrepujaron estos mitos con sus dioses solares y sus héroes del trueno y la guerra.

Sus evidencias eran pocas y selectas: algunos pasajes del Edipo en Colono de Sófocles y de Las Euménides de Esquilo; las tres Parcas, Cloto, Láquesis y Átropos: la que hila, la que mide y la que corta el hilo de la vida de cada persona. Euménides era un nombre eufemístico dado a las Furias que significaba “las bondadosas, las protectoras” –cuando eran en realidad las vengadoras, las Erinias, que retribuían el mal y la injusticia. Ciertamente, Las Euménides contiene pasajes inquietantes. Así describe la pitia a las Furias o Erinias:

…un extraño grupo de mujeres duerme, sentado en sitiales; no mujeres, ¿qué digo?, Gorgonas; y ni siquiera las compararé a tales figuras. Las he visto poco ha, en un cuadro, llevándose la comida de Fineo; pero éstas no tienen alas, son negras y del todo repugnantes; roncan con resuellos esquivos; de sus ojos destila un horrible lagrimeo; su vestido no es justo llevarlo ni delante de las estatuas de las diosas ni en las mansiones del hombres.

Y así le responde Apolo, defensor del matricida Orestes:

Tú ves, ahora, cautivas a esas furiosas: vencidas por el sueño, las vír­genes abominables, viejas muchachas de un antiguo pasado, a las que nadie se acerca, ni dios, ni hombre, ni bestia. Nacieron para el mal, ya que habitan las dañinas tinieblas y el Tártaro subterráneo, odioso a los hombres y a los dioses olímpicos.

Indignado, el Coro increpa al joven dios de la profecía y la razón:

¡Ah, ah! ¡Qué desgracia! ¡Cuánto sufrimiento, amigas!
Mucho, en verdad, he sufrido yo y en vano.
Hemos sufrido un infortunio de grave dolor, ¡oh dioses!, un mal insoportable.
Ha escapado de la red y ha huido la fiera.
Vencida del sueño, he perdido la caza.
¡Ah, hijo de Zeus, eres un ladrón!
Joven numen, has pisoteado antiguas divinidades. Honrando a tu suplicante, hombre impío, cruel a sus padres.
Nos has robado a un matricida, tú que eres un dios.
¿Cuál de estas cosas te diré que es justa?
Del fondo de los sueños me ha llegado un reproche y, como un aguijón que el cochero empuña por el miedo, me ha herido el corazón, el hígado. Todavía siento, bajo el látigo de un verdugo feroz, un doloroso, dolorosísimo escalofrío.
Así actúan los dioses jóvenes que todo lo gobiernan injustamente. El sitial que destila sangre de cabeza a pies, el ombligo del mundo, se ve cargado con horrible mácula sangrienta.
Él, que es un adivino, por propio impulso, por propia invitación, ha ensuciado el santuario con una mancha doméstica, honrando a los mortales contra la ley, los dioses, ha desterrado las antiguas Moiras.
A mí me es odioso y no me lo arrancará; ni que huya debajo de la tierra, nunca será liberado. Siendo un maldito, donde­quiera que vaya, encontrará otro vengador sobre su cabeza.

He aquí plasmado, asevera von Bachofen, el conflicto entre el derecho materno y el paterno, entre las viejas diosas de la tierra y los infiernos y el nuevo dios del cielo y el sol. Aquellas, con su versión terrorífica de la justicia; Apolo, con su inédita razón y su defensa de los ideales y el respeto por la ley.

Y he aquí también uno de los retratos más expresivos y abigarrados del terror ominoso que suscita la Diosa, al que volveremos más adelante.

La segunda fuente de Graves fue La Rama Dorada, ese voluminoso intento de Sir James Frazer de interpretar la totalidad de los ritos y mitos del mundo antiguo como instancias de uno solo, la conmemoración del ciclo estacional, la pasión del Sol a lo largo del año, del mes y del día. Las sociedades antiguas, agrícolas, giraban en torno a la siega y la siembra; era natural, pues, que intentaran entender sus vidas en términos de ciclos, de retornos, de flujo y reflujo, abundancia y escasez, apogeo y ocaso. El enemigo del agricultor es variopinto: la noche, el frío, la oscuridad, la sequía o la inundación; su aliado, el Sol Invictus, que muere al final del día para renacer al siguiente. Todos los sistemas míticos figuran un combate entre el principio luminoso y benéfico y el malvado y tenebroso: el dragón Tiamat, los Titanes y los Atlantes, los dioses del Valhalla y su sueño eterno e invernal.

Inicialmente, estos cultos demandaban un sacrificio humano, el del Rey, que reflejase el debilitamiento y desaparición del Sol; este sacrificio fue más tarde abandonado gracias a una sustitución (tal cual la que figura el relato bíblico de Isaac y Abraham).

La tercera fuente de Graves fue Margaret Murray, quien argumentaba que la brujería medieval era en realidad la supervivencia de un culto matriarcal prehistórico, una “religión pagana originaria” dedicada a adorar al Dios Cornudo de la naturaleza (que los griegos clásicos convirtieron en Pan). Este “dios cornudo” consta, supuestamente, en la famosa pintura rupestre de Lascaux; es el personaje detrás de Robin Hood, del “caballero verde” del cuento homónimo, del macho cabrío judeocristiano –y, por qué no, de nuestros “Cristos del árbol”. Las brujas eran en realidad sus sacerdotisas; los sabbats, sus festividades –que, como las bacanales, estaban marcadas por el exceso, el frenesí y la violencia. Murray creyó encontrar elementos comunes entre el arte rupestre, el romano, el griego y el celta, las pinturas cristianas de los aquelarres y las danzas folklóricas europeas que apuntaban en dirección del “dios cornudo”.

Esta religión pagana separaba insoslayablemente a los hombres de las mujeres. Sólo éstas podían ser sacerdotisas; sólo ellas guardaban los secretos de la generación, la fertilidad y la cosecha; sin ellas y sus ritos propiciatorios, el trigo moría, el ganado se agostaba, la lluvia cesaba. Guardianas de la vida, lo eran también de la muerte: a ellas les tocaba sacrificar al Rey cojo y herido (como Anfortas en la tradición del Santo Grial), a menudo comiéndoselo vivo a mordiscos.

Tanto Frazer como Murray coincidían en que la Iglesia católica, y la religión judeocristiana, eran predominantemente masculinas y solares; lo cual contribuía a explicar la desproporcionada caza de brujas, entendida entonces como una lucha contra Satanás y todas sus pompas, aliado secreto de la mujer, enclave de la lujuria y la carne.

Finalmente, Graves refinó la esencia de las tres fuentes añadiéndole un toque romántico: su concepción del amor como idolatría (cargada de sufrimiento) de la amada, transformada en la Musa ideal; de la mujer como pura, natural, prístina, sensible, intuitiva, amorosa, temible, poderosa y turbadora; de la sexualidad como lujuria, poder atávico e incontenible reminiscente de la muerte. Aunque no pueda probarlo, no me cabe duda de que leyó con fruición el Fausto de Goethe, el segundo mejor retrato del poder terrible de lo femenino:

Mefistófeles: Muy a pesar mío voy a revelarte el misterio sublime. Hay diosas augustas que reinan en la soledad, sin que haya en su derredor ni espacio ni tiempo, y no puede hablarse de ellas sin experimentar una turbación indecible. ¡Tales son las madres!
Fausto: ¡Las madres!
Mefistófeles: ¿Tiemblas?
Fausto: ¡Las madres! ¡Las madres! ¡Me parece esto tan extraño!
Mefistófeles: Y en efecto, lo es, pues son diosas desconocidas a vosotros los mortales, que nunca nombramos nosotros de buen grado. Irás a buscar su morada en los abismos, puesto que tú eres causa de que las necesitemos.(4)

Y que aplaudiría la frase que cierra la obra: “Lo temporal y lo perecedero no son más que un símbolo, una mera fábula. Sólo lo incomprensible, lo inenarrable, lo infinito, el eterno femenino, nos levanta al cielo”.

La fantasía gravesiana tiene algo en común con un fragmento extravagante e inesperado de Suspiria de Profundis, de Thomas de Quincey, titulado Levana y nuestras señoras del Dolor. En él, de Quincey relata su propio encuentro con la Diosa. Las “señoras” son tres: Mater Lechrymarum, la Señora de las Lágrimas; Mater Suspiriorum, la Señora de los Suspiros; y la menor, Mater Tenebrarum, Señora de las Tinieblas:

Pero la tercera hermana, que también es la más joven, ¡silencio! Hablemos de ella en voz baja. Su reino no es grande, ya que si lo fuera no podría existir lo carnal; pero en este reino todo el poder es suyo. Su cabeza, torreada como la de la Cibeles, se eleva hasta casi perderse de vista. No inclina la frente y sus ojos se hallan a tal altura que podrían perderse en la distancia. Siendo lo que son no es posible ocultarlos; la terrible luz del dolor ardiente, que no cesa ni a los maitines ni a las vísperas, ni al mediodía ni a la medianoche, ni con el flujo ni con el reflujo de la marea, atraviesa el triple velo de crespón y se distingue desde el suelo. Es la desafiadora de Dios; es también la madre de las locuras y la insinuadora de los suicidios…(5)

He aquí, por último, el retrato gravesiano de la Diosa Blanca:

La Diosa es una mujer bella y esbelta con nariz ganchuda, rostro cadavérico, labios rojos como bayas de fresno, ojos pasmosamente azules y larga cabellera rubia; se transforma súbitamente en cerda, yegua, perra, zorra, burra, comadreja, serpiente, lechuza, loba, tigresa, sirena o bruja repugnante. Sus nombres y títulos son innumerables. En los relatos de fantasmas aparece con frecuencia con el nombre de «La Dama Blanca», y en las antiguas religiones, desde las Islas Británicas hasta el Cáucaso, como «la Diosa Blanca»…. O la Musa, la Madre de Toda Vida, el antiguo poder del terror y la lujuria, la araña o la abeja reina cuyo abrazo significa la muerte.(6)

La razón poética

Platón (o Sócrates; no lo sabemos de cierto) abominaba de los poetas a tal punto que los desterró de su República. Meras presas del furor poético, cabezas vacías cuyas voces usurpaban las Musas, los poetas servían sólo para enardecer los ánimos, inventar absurdos mitos y persuadir a los ingenuos de adorar a los Dioses y no a la Ley. El poeta platónico es débil, febril, veleidoso, inconsistente e irracional –en contraste con su filósofo, que respeta a los Dioses y la Polis por igual y separa la verdad del error con la afilada hoja de su razón.

Aristóteles tiene una imagen más cauta y ecuánime de ellos; de hecho, afirma en la Poética que mientras los historiadores alcanzan solamente la verdad concreta e individual, los poetas revelan la verdad universal y eterna de la naturaleza humana. Todo y así, no alcanzan el estatus del filósofo, del sabio apolíneo que respeta el justo medio y obra en función de silogismos prácticos derivados de la definición de las virtudes.

Cuando Alejandro Magno (discípulo de Aristóteles) cortó el nudo gordiano (donde, dice Graves, se representaba crípticamente la sabiduría de los antiguos), dio por terminada la Era de la Poesía. Ese acto irrespetuoso y violento condensaba en una cifra la actitud contemporánea hacia el mito: déjalo estar, pero quítalo de tu camino cuando estorbe. La supremacía de la razón sobre el mito, del pensamiento prosaico y lógico sobre la rima y el ritmo, de la distinción fines/medios sobre la unidad dialéctica de ambos, de avanzar paso a paso sobre avanzar a saltos, son el marco sobre el que se ha de interpretar la poesía gravesiana. El poeta expresa esta dicotomía en una de sus obras, In Broken Images:

He is quick, thinking in clear images;
I am slow, thinking in broken images.

He becomes dull, trusting to his clear images;
I become sharp, mistrusting my broken images.

Trusting his images, he assumes their relevance;
Mistrusting my images, I question their relevance.

Assuming their relevance, he assumes the fact;
Questioning their relevance, I question their fact.

When the fact fails him, he questions his senses;
when the fact fails me, I approve my senses.

He continues quick and dull in his clear images;
I continue slow and sharp in my broken images.

He in a new confusion of his understanding;
I in a new understanding of my confusion.

El pensamiento prosaico, la razón, pasa de una idea “clara y distinta” a otra y a otra, sin prisa pero sin pausa, alcanzando conclusiones indiscutibles y generando una falsa sensación de certeza. El poeta piensa en fragmentos, en imágenes, brincando de una a otra sin orden ni concierto ni certidumbre, pero con la íntima convicción de que (para citar a Keats) “la belleza es verdad, y la verdad, belleza”. El poeta descubre la verdad, el erudito meramente la demuestra. Para la lógica el tiempo deviene en una cadena irrompible; la poesía suspende el tiempo, lo traspasa y retuerce. La razón poética es inherentemente trascendente; siempre frágil y tentativa, llega donde la lógica no se atreve.

Así redactó Graves sus novelas históricas. Casi todas (La hija de Homero, Yo, Claudio y su secuela Claudio, el Dios, y su esposa Mesalina, El Conde Belisario, La Guerra de Troya, Rey Jesús) aunque no siempre en primera persona, son escritas desde el punto de vista de un contemporáneo del drama. Graves empleaba una técnica que llamó analepsis. La prolepsis es el tropo de adelantarse a los hechos en un relato (por ejemplo, la profecía que el oráculo entrega a Edipo); la analepsis, el de retroceder hasta un punto anterior al actual. Pero la analepsis de Graves es muy distinta: se trata de “la recuperación instintiva de hechos olvidados mediante una deliberada suspensión del tiempo”; en definitiva, un acto de conocimiento intuitivo de los acontecimientos históricos.

La analepsis es evidentemente poética, y por eso no resiste un análisis formal; es quizá próxima al “cierre narrativo” de Ricoeur o a la gestalt de la escuela homónima, a la sensación de que “algo no encaja” en un relato, o de que “algo acaba de ajustar”. Pero también es próxima, ¡oh sorpresa!,a lo que Fulcanelli denomina argot o “cábala hablada” (en El misterio de las catedrales)(7):

¡Cuántas maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la divina luz que encierran! Jesús se expresó sólo en parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan? Y, en la conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias, los retruécanos o las asonancias lo que caracteriza a las gentes de ingenio, felices de escapar a la tiranía de la letra y mostrándose, a su manera, cabalistas sin saberlo?

La Diosa Blanca, que Graves subtituló “una gramática histórica del mito poético”, contiene su más osado conato de historiografía analéptica. Lo que hace (siguiendo el método de Frazer y Murray) es trazar paralelismos entre la tradición griega, romana y céltica y los misterios eleusino y órfico, tomando como punto de partida un enigmático poema, La Batalla de los Árboles. De aquí pasamos a un “lenguaje de árboles”, donde a cada letra del celta corresponde un árbol; al mismo lenguaje mediante señales digitales, entre los griegos arcaicos; y a un viaje desigual y pasmoso por la historia griega, medieval, judía y céltica y sus correspondientes mitos.

Las asociaciones que Graves establece no son desconocidas para la tradición oculta: las encontramos en los textos de alquimia y hermetismo, en la numerología y la gnosis, en la cábala y el I Ching(8). Se basan en semejanzas verbales, en isomorfismos entre distintas estructuras míticas, en interpretaciones e interpolaciones de versos, relatos, pinturas, esculturas. La conclusión (que es también la premisa) es genial y fascinante: que todos, todos los poetas de la historia, han repetido en su obra, inadvertidamente, el Único Tema Poético:

…una fábula antigua, que se divide en trece capítulos y un epílogo, del nacimiento, vida, muerte y resurrección del Dios del Año Creciente; los capítulos centrales se refieren a la batalla perdida por el Dios contra el Dios del Año Menguante por el amor de la caprichosa y omnipotente Diosa Triple, su madre, novia y gobernanta. El poeta se identifica con el Dios del Año Creciente y a su Musa con la Diosa; el rival es su hermano consanguíneo, su otro yo, su fantasma. Toda verdadera poesía… celebra algún episodio o escena de esta fábula muy antigua…

Jesús: el antihéroe solar

En Rey Jesús, otro poderoso ejemplo de analepsis, plantea Graves una imagen corrosiva y polémica de Jesús. Se trata, en primer término, del legítimo heredero a la corona de Israel por la casa de David; su reino es de este mundo, y su aspiración es reconquistar de los romanos la Tierra Prometida. No son, pues, los judíos quienes lo condenan, sino los romanos, en una demostración de fuerza irónicamente eficaz. Por eso se le llama el Cristo, el “ungido” con el aceite sagrado de los reyes israelitas; por eso reza la inscripción de su cruz “Éste es Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”.

Su mensaje no es tan revolucionario ni novedoso como solemos creer: en general, se limita a citar los dictámenes del rabino Hillel, el más respetado y célebre de los doctores fariseos (9); u otras partes de las escrituras judías, como su célebre resumen del Decálogo, “ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”, que provienen de Deuteronomio, 6 (“Ama a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”) y de Levítico, 19:18 (“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”). Viene (en la tradición de los profetas israelitas) a reconstituir un orden anterior, no a instaurar uno nuevo. No aborrece a los fariseos, sino sólo a algunos de ellos, la paja entre la espiga. Más bien, los respeta y admira por su entereza y coraje y su disposición a apegarse a la ley de Dios.

Ha estudiado con los esenios, los egipcios, los griegos y las diversas escuelas mistéricas: domina el “lenguaje de los árboles”, el arte hermético. Los esenios le enseñaron el manual fundamental de la Cábala, la Obra del Carro; un médico gadeliano, amigo suyo y Rey, los acertijos del Templo de Salomón y sus proporciones y el Nombre Secreto e Impronunciable de Dios que derribó las murallas de Jericó, motivó las siete plagas y resucitaría a Lázaro; nombre que sólo el sumo sacerdote y su sucesor conocían, que no podía escribirse ni mencionarse salvo una vez al año, en el sanctasanctórum, de forma casi inaudible; que se guardaba cifrado en el nudo gordiano y en la disposición de siete objetos sagrados en un orden dado en el templo de Salomón. Cabe citar un fragmento de la obra, particularmente sugerente, un diálogo entre Jesús y su amigo:

– Sin la primera y la séptima letras del nombre, el toro-becerro (que es el hombre) no tiene escapatoria de la rueda cósmica que hace girar la Hembra: no tiene principio ni fin. Pero la doble Iod y la doble Aleph le dan la inmortalidad…
– Pero ¿quién hará que el toro-becerro sea uno con Dios?
– El Siervo que Sufre, el mesías predestinado, cuyo emblema es Aleph, él conquistará la muerte.
– ¿Cómo es posible conquistar la muerte?
– Negando los falsos principios y los falsos finales.
– Pero ¿quién ha traído a la tierra esta falsedad?
– El adversario de Dios, a quien los griegos llaman Cosmocrator, el señor del universo material ilusorio, cuando sedujo a la mujer y por medio de ella apartó al hombre del Dios que lo había creado: contra ese demonio utilizan los esenios sus cinturones profilácticos de piel de becerro.

En suma, es un héroe solar, incondicional adepto de Jehová, enemigo de la Hembra (la Diosa) y decidido a expulsarla definitivamente de las prácticas religiosas judías. Los israelitas, según el autor, han sido el único pueblo mediterráneo que se ha apartado tajantemente de la Diosa y sus representantes para seguir a un Dios autoritario, patriarcal, belicoso y egoísta. Es esta obsesión con el patriarcado lo que encuadra la pasión de Cristo y su misión salvífica. Por una parte, deshacer el mal originado por el primer Adán, que traicionó a su Dios tentado por Eva; por otra, vencer una vez más al invasor y demostrar de esta guisa su inspiración divina trayendo los “mil años de paz” anunciados por Isaías. Jesús viene, pues, a continuar la tarea de su predecesor David, que “había estabilizado la monarquía judía y persuadido a las sacerdotisas de Anatha –hasta entonces orgullosas gobernadoras de las tribus y los clanes– a contentarse con ingresar en su harén real”.

El relato de la tentación también sufre algunos cambios que lo asemejan a la lucha del Buddha con los enviados del Señor del Engaño, Mara, bajo el árbol de la iluminación. Jesús se presenta (conducido por Juan el Bautista) a una prueba ritual en el mismo lugar donde el arbusto en llamas habló a Moisés, a un día al oeste del monte Horeb. Luego de descansar y comer, traza un círculo con el dedo girando tres veces en el sentido del Sol y lo divide en cuatro mediante una cruz de brazos iguales; sentándose en el cuarto del sur inicia el ayuno de cuarenta días y cuarenta noches. Al amanecer del décimo, se le aparece un enorme león de quijadas ensangrentadas; Jesús lo invita a pasar y el león se queda confinado e indefenso en el cuarto oriental. Diez días después, al mediodía, se le presenta un macho cabrío salvaje de un solo cuerno y con pungente olor; Jesús lo llama a la paz y lo encierra en el cuadrante norte. Al crepúsculo del trigésimo día surge del oeste una bestia terrible, una serpiente con garras, el serafín; Jesús lo conmina a entrar al círculo y lo aprisiona en el cuadrante occidental. Al día siguiente, las tres bestias se convierten en una, y Jesús comprende y domina sus potencias: el león es la ira, el macho cabrío la lujuria, el serafín el miedo. Mas aparece una cuarta, un toro blanco, en el mismo cuadrante que ocupa Jesús; y éste la descubre de repente, atemorizado e incapaz de aprehender su significado. El toro se desvanece; victorioso, Jesús sale del círculo, seguido de las tres bestias. Simón, maestro de las pruebas, le ofrece pan y agua, y Jesús los rechaza recordándole que Elías y Moisés ayunaron cuarenta días, y él no pasa de los treinta. Un jabalí salvaje sale del pan derramado y le sigue; es la gula. Simón lo guía a un pináculo y le muestra su recompensa, reinos sin fin, si decide convertirse en guerrero (10). Jesús se niega, y un elefante que carga una torre dorada comienza a seguirlo: es el orgullo.

El Ungido ha pasado las pruebas, trascendido los pecados. Mas la bestia que lo ha eludido, el toro blanco, será su ruina. María la Peluquera, una bruja adoradora de la Diosa con la que Jesús se enfrenta en más de una ocasión, confiesa al pie de la cruz:

La Cuarta Bestia, la Bestia del Cuadrante Sur del círculo de Horeb, era el Toro de la Prisa. Ésta fue la falta de Jesús: trató de apresurar la hora del destino declarando la guerra contra la Hembra. Pero la Hembra subsiste y la Hora no se puede apresurar.

La crucifixión tiene también otra lectura: es el castigo ritual, año tras año, del Dios solar y el Rey que lo representa; es la esvástica, la cruz giratoria, la noria a la que ataron a Sansón y que nunca deja de dar vueltas, el círculo cósmico que hace girar la Hembra; es pantha rei, “todo fluye, nada permanece”; es la rueda de muerte y renacimiento.

La corona de espinos es de acacia, el arbusto que había alojado a Jehová cuando habló con Moisés, la madera de que se habían construido el Arca de Noé, la de Moisés y la de Osiris; “sus flores son blancas y puras, sus espinas agudas y su madera, resistente a las aguas corruptoras”.

En definitiva, este Jesús es un poeta gravesiano: un santo-sabio, de profunda intuición e inspiración religiosa, al tiempo caudillo, filósofo moral y fabulista; un rey-sacerdote como Salomón o los druidas célticos, extraviado por la perversidad falocéntrica judía y que cae, como no puede ser de otra manera, bajo el influjo ultraterreno de la Diosa a la que intenta desplazar.

Retorno a la razón

Como hemos visto, la obra de Graves parte de una idea tan simple que parece banal. Podemos descomponer esta idea en tres hipótesis: histórica, antropológica y psicológica, y someterlas a discusión.

La histórica afirma que antes de los cultos judeocristiano y griego existieron sociedades matriarcales que adoraban a una Diosa Triple diversamente encarnada pero siempre con la misma forma: doncella, mujer, anciana -la virgen, la madre y la bruja -el deseo, la ternura y la muerte. Estas sociedades, pacíficas y tolerantes, cedieron ante los invasores arios, conocedores del fuego y el hierro, nómades e imperialistas.

Frazer y Murray ya no están de moda; y esta hipótesis ha sido completamente desmentida por los estudiosos actuales (exceptuando a los revisionistas de la Herstory, horrible juego de palabras vagamente narcisista, según las cuales la historia dominante es una ficción que favorece a la estructura de poder falocéntrica). De igual forma, aunque se estima que el conocimiento de Graves de los mitos romanos y griegos era bastante profundo, sus nociones del celta y el galés eran rudimentarias, y superficial su familiaridad con la tradición judía. Mas en esto, como en tantas cosas, Graves se anticipó al renacimiento contemporáneo del paganismo. Aunque no hubiera visto con buenos ojos la transformación que éste ha sufrido a manos del sistema mercantilista y simplificador que lo equipara todo -budismo zen, brujería, meditación trascendental y ovnis.

La segunda hipótesis es antropológica: afirma que una sociedad puede erigirse en torno a dos polos de un mismo eje -y no más. O bien es masculina, apolínea, racional, científica, instrumental, imperialista, belicosa, autoritarista, progresista, lógica y cuadriculada; o bien femenina, comprensiva, dionisíaca, poética, igualitaria, autocontenida, estática.

Las ideas de Graves sobre la sociedad femenina se encuentran en Siete Días en Nueva Creta, su muy personal novela utópica, donde un poeta de nuestra época es llevado, por arte de magia, a una comunidad idílica de posguerra que ha recuperado a la Diosa Blanca. La organización de esta comunidad es indiscutiblemente formidable: un sistema de reinos, cada uno con cinco estados:

  • Los capitanes, correspondientes al pulgar de la mano;
  • Los archivadores, el índice;
  • Los comunes, el corazón;
  • Los sirvientes, el anular; y
  • Los magos, el meñique.

Los niños son enviados al estado que les conviene en función de su personalidad:

…En un juego de pelota, si el niño es tímido, poco emprendedor y callado, y si prefiere obedecer órdenes a tomar decisiones, y no le importa de qué lado juega, y prefiere parar y devolver la pelota antes que pegarle o arrojarla, entonces está claro que es sirviente. Si le interesa más discutir los detalles del juego o llevar la puntuación que juzgar, entonces es un archivador. Si le interesa más organizar el juego que tomar parte en él, entonces es capitán. Si le gusta más pegar la pelota y arrojarla que pararla y devolverla, y se muestra muy partidario de su equipo, entonces es uno de los comunes. Pero si juega sin realmente participar en el juego, de manera que los demás jugadores se sientan incómodos por su presencia, aunque juegue bien, entonces es un mago.

Como en las “sociedades tradicionales”, los miembros de estados diferentes no pueden mezclarse. Pero los estados no son castas, ni guardan entre sí relaciones de superioridad o inferioridad; son meramente complementarios. Los reinos (que funcionan a partir de esta rigurosa división del trabajo) dirimen sus conflictos mediante juegos de pelota semejantes al “juego del tejón” medieval (antecesor del polo). Cada año, el Rey es sacrificado por las Ménades en un ritual público al que asisten todos los habitantes del estado; este ritual asegura la fertilidad, las cosechas y la tranquilidad del pueblo. No hay violencia, homicidios ni asaltos: es como si el sacrificio del Rey purificase mágicamente las tentaciones de sus súbditos. Pero tampoco hay cambio: la Costumbre (y no la Ley) es irrevocable. Bueno es lo que la sigue; malo, lo que se aparta de ella, sea lo que fuere. La Diosa no tolera la novedad.

Difícilmente podría una sociedad como ésta sobrevivir, o siquiera existir, si no fuese por la magia (que en la fantasía gravesiana es eficaz y omnipotente y sustituye hasta cierto punto a la tecnología). Pero, incluso si lo consiguiese, la dicotomía antropológica de Graves sigue siendo sospechosa: ¿por qué tiene una sociedad matriarcal que ser pacífica? ¿Por qué las sociedades falocéntricas son invariablemente imperialistas? ¿Qué tienen de malo la tecnología, la lógica y la ciencia? Y ¿por qué ambas sociedades han de ser “sacrificiales” (11)? ¿Por qué sus mitos han de fundarse en sacrificios originarios? ¿No es esto, también, una forma de violencia?

La tercera hipótesis es psicológica. Sugiere que la psique humana está compuesta de dos principios, opuestos y complementarios: lo masculino y lo femenino, el anima y el animus jungianos; principios trascendentales y eternos. Ambos afloran en los sueños y el delirio: los varones encuentran a una anciana de nariz afilada, cabellera desordenada y mirada penetrante, una niña que llora o una mujer deseable y voluptuosa; las mujeres, a un hombre alto, oscuro y amenazante, un muchacho deseable, un anciano bondadoso. Sugiere, además, que el amor es infaliblemente unidireccional: el varón ama, venera, idolatra, busca, ansía a la mujer; pero no al contrario. Sugiere también una asimetría de poder basada en el deseo. “Cuando la Diosa se encarna, nada puedes hacer…”; en Siete Días en Nueva Creta, parcialmente autobiográfica, Graves refiere su fascinación por una mujer intensamente erótica que podía manejar a su antojo su atractivo sexual, apagar o encender su “luz de luciérnaga”. La Diosa escoge a su consorte, pero no a la inversa; se deja amar, mas no ama; recibe pero no se entrega. Y una vez ha hecho su elección, el afortunado (o desgraciado) está condenado a seguirla, real o imaginariamente, durante el resto de su vida.

Es éste el eslabón más débil de la cadena de razonamiento de Graves. Varios biógrafos han señalado la curiosa semejanza entre su Diosa Blanca y Laura Riding, cuya influencia en la vida de Graves fue determinante. Podemos mostrar asimismo el parecido entre su sugestiva noción mórbida del amor y los devaneos del romanticismo desde Goethe a Poe. Podemos debatir el esencialismo implícito en el contraste “hombre/mujer”, la idealización enfermiza de la pareja y la autodevaluación del yo concomitante (12).

La Diosa, una vez más

Desde luego, en este ejercicio hemos tenido que traicionar a Graves. Hemos incurrido en el pecado del razonamiento, la arrogancia fanática de Prometeo y Apolo; y con esto hemos abdicado de la esencia de sus ideas. O sus sensaciones: porque son ellas el origen y la fuente de su potencia. Hubiéramos debido emplear el lenguaje poético, por naturaleza opuesto y superior al lógico; hubiéramos debido invocar a la Diosa, como lo hace todo poema verdadero.

Tal vez no haya modo de franquear este abismo. Tal vez, como Graves sostenía, razón y mito se opongan sin tregua alguna. Tal vez sus descripciones de la Diosa toquen las fibras más recónditas y macabras de nuestro corazón. Supongo que todos tenemos una “diosa encarnada”, un amor inolvidable y doloroso que nunca se materializó, una pasión irresistible y arrolladora, el talón de Aquiles de nuestra vanidad. En este plano, Graves no se equivoca; da cuenta de nuestra fragilidad, nuestra tierna y divina humanidad, nuestros secretos temores, las inquietudes que no nos atrevemos a confesarnos, el enigma definitivo que es la Mujer para el Varón.

Tal vez algo de cierto haya en sus idiosincrásicas obsesiones; no una verdad histórica, pero sí una “filosófica”, acorde con la melodía que sus poemas y teorías tañen en el laúd de nuestra alma.

Y tal vez, sólo tal vez, la Diosa espere, agazapada y ávida de sangre, en la antesala de la Cámara Eterna.

  1. Casi lo mismo blandiría Jung cada vez que su mujer lo criticaba por sus no infrecuentes infidelidad: “cuando un arquetipo se apodera de uno, nada se puede hacer”. De ahí la acerba crítica de Fromm que se expone más adelante.
  2. Edad mágica: la misma edad en que Cristo aceptó su ministerio, pero también la edad en que quienes padecen del trastorno límite de la personalidad comienzan a estabilizarse emocionalmente. Tal vez haya alguna relación entre una y otra cosa; tal vez Graves fuese un ejemplo egregio de este trastorno y de la manera “poética” de vivir con él. Coincide, ciertamente, con los temas de su obra y con el modo en que parecía experimentar las relaciones afectivas.
  3. Freud, en un texto relativamente desconocido, El motivo de la elección del cofre, hace una afirmación casi idéntica: “la mujer se presenta al varón en una de tres formas…”
  4. Al poco de este parlamento, Mefistófeles entrega a Fausto una llave “que crece en sus manos”, y le conmina a agitarla a cierta distancia para llegar a las madres. Irónicamente, Harold Bloom ve aquí una inequívoca alegoría de la masturbación y de la sexualidad como principio creador; lo que concuerda, en cierto modo, con el hecho de que, cuando a resultas de su travesía Fausto vuelve con el fantasma de Helena de Troya para deleite del emperador, se le aproxima incapaz de refrenarse y la toca con su llave –rompiendo el hechizo y precipitando la huida.
  5. De este magnífico pasaje se vale Dario Argento para escenificar una de sus películas más siniestras y fantásticas, Inferno.
  6. No puedo resistirme a mencionar ciertas encarnaciones suyas más propias de nuestro medio: la Llorona, la Dama Tapada, la Calavera, la pálida y bella mujer que es recogida en un camino vecinal en plena noche y conducida a su casa –para descubrir con pavor que se ha desvanecido y que su “casa” está abandonada tiempo ha. A esta última la vio una amiga mía, ella misma bastante pavorosa y embrujada. Tampoco puedo dejar de lado la más cruenta pintura de la Diosa Blanca en uno de sus aspectos, la Ofelia de Millais, deslizándose río abajo, rodeada de flores, con la mirada perdida y el gesto de la muerte; o los lóbregos estudios de Goya sobre brujas y ancianas.
  7. Haciendo gala de habilidad argótica, Fulcanelli expone el significado hermético de la palabra apuntando que “arte gótico” es una corrupción de argot: “la catedral es una obra de art goth o de argot”; y deriva éste de los argonautas, la Gaya Ciencia y la Lengua de los Pájaros.
  8. Las encontramos, asimismo, en uno de los textos sagrados más antiguos de la humanidad: la Chandogya Upanisad, redactada (o recopilada) hace más de dos milenios. Toda la primera parte consiste en asociaciones del estilo de “El agua es la esencia de la tierra; las plantas son la esencia del agua; la esencia de las plantas es el hombre”, fundadas en forzadas etimologías del sánscrito y en similitudes meramente formales entre las palabras. Puede que, en este sentido, sí seamos herederos de una tradición casi tan vieja como el ser humano: las asociaciones espurias que se hacen pasar por conocimiento. O que lo son, de algún modo que se escapa a la fría racionalidad.
  9. Dicho sea de paso, igual cosa piensa Fromm en Psicoanálisis de la religión.
  10. Al padre del Buddha le habían profetizado que su hijo se convertiría en señor de la tierra si alcanzaba la mayoría de edad sin saber del sufrimiento y la muerte; y en salvador de la humanidad, si no. Buddha, como Cristo, prefirió el camino espiritual.
  11. En el sentido de René Girard.
  12. Vale la pena hacer un inciso para resumir una discusión muy semejante en la psicología del siglo XX. C. G. Jung, influido por la gnosis y la cábala, consideraba a la religión el intento del self o “sí mismo” (distinto del “yo” o persona) de equilibrar su relación con el inconsciente colectivo y sus arquetipos cristalizados en la Divinidad. El encuentro con algunos arquetipos, y con el inconsciente en general, suscita siempre una sensación de temor sagrado, de reverencia y pavor. Así, la religión para Jung es siempre mistérica, ominosa, tenebrosa; se escapa de la razón y la voluntad. (Una excelente descripción de esta imagen se halla en el clásico Lo irracional en la idea de Dios, de Rudolf Otto). Por su parte, Erich Fromm, salido de la escuela de Frankfurt y heredero de la Ilustración, ve en Jung un autoritario y en su mito mal entendido un peligro para la razón y la libertad. También él cita a von Bachofen; mas donde éste encuentra el “derecho materno”, aquél denuncia la necesidad primordial y subrepticia de “regresar a la naturaleza”, al vientre materno, al incesto y la endogamia; de remontar la Caída y olvidar el conocimiento del bien y el mal; de escapar de la libertad entregándose a un Poder superior. Así reinterpreta el mito del Génesis y sus dos árboles; y atribuye a la mujer, Eva, la tentación más terrible para el género humano: volver a ser animales, ignorantes e indiferenciados.