Sostenía en el anterior artículo que las escuelas psicoterapéuticas deben desaparecer. Expuse una razón: los terapeutas elegimos una corriente no porque sea más eficaz, científica o potente sino porque coincide con nuestra cosmovisión e ideas preconcebidas de la naturaleza humana. Y la mantenemos no porque veamos que funciona sino porque nos permite explorar nuestra identidad cómoda y ampliamente, marcando los límites del territorio que nos atreveremos a indagar.
Esto concuerda con uno de los resultados más sorprendentes y enigmáticos de la investigación en eficacia: la capacidad de los terapeutas no va de la mano con sus años de formación. En otros términos, un terapeuta puede ser muy bueno con sólo dos o tres años y otro muy malo pese a diez años de estudio. Los cursos, talleres, seminarios, etc., que pueblan el mundo “psi” no mejoran per se la competencia de los interventores. Asimismo, éstos tienden a sobrevalorar su capacidad y a recordar selectivamente sólo los procesos terapéuticos exitosos.
De modo que la defensa de las escuelas porque son “mejores”, “más científicas” o “más eficaces” cae en saco roto al constatar que no son ésas las razones por las que las defendemos en realidad.
La esperanza: el principio activo de toda psicoterapia eficaz
Pero hay más. En 1961, Jerome Frank publicó el que ya es un clásico en la historia de la psicoterapia: “Persuasion and Healing: a Comparative Study of Psychotherapy” (se puede descargar gratuitamente de aquí). Allí y en las sucesivas ediciones Frank sostiene que todas las psicoterapias comparten un trasfondo común. Las personas acuden a terapia desanimadas y con una serie de problemas, habitualmente depresión y ansiedad. Esto es, las personas vienen por la desmoralización causada por sus síntomas, no para aliviar los síntomas mismos. Por ende, Frank postula que la psicoterapia es eficaz porque trata directamente esta desmoralización y sólo indirectamente los síntomas que se originan en el supuesto trastorno subyacente. Y la trata porque la relación con el terapeuta está cargada de emociones y significado; el paciente se pone en sus manos y confía en que podrá ayudarlo, y el terapeuta le expone un mito que explica su malestar y una serie de rituales que propenden a eliminarlo. En suma, el principio activo de la terapia, dice Frank, es la esperanza. Y la esperanza, aunque más compatible con ciertas corrientes, no es exclusiva de ninguna de ellas; es un factor común.
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