Filosofía y psicología: “Nosotros no hacemos esas cosas”

Primeras Jornadas de Filosofía CUCI

Hace unos años, cuando estudiaba la licenciatura, mientras esperábamos al profesor en el aula, uno de mis compañeros sacó un libro de filosofía y se puso a hojearlo. Ni bien llegar, el profesor le preguntó qué estaba leyendo y mi amigo levantó el libro para mostrarle la portada. Sin dudarlo, el profesor sentenció: “¡Ah… filosofía! No leas eso, no te va a servir para nada. Nosotros no hacemos esas cosas“.

Siempre pensé que era una respuesta absurda. Pero sólo pude articular el por qué hace unos días, en el taller que impartí en las “Primeras Jornadas de Filosofía de la Mente y el Derecho” del Centro Universitario de La Ciénega, sobre la relación entre filosofía y psicología. Pues, cuando entra en crisis, la psicología necesita de la filosofía. Y entender las teorías psicológicas a fondo implica entender sus raíces históricas y epistémicas, como explico a continuación.

Murray BowenNacer es diferenciarse: Bowen

La teoría sistémica, en su variante transgeneracional “boweneniana”, nos enseña que para poder crecer como unidad autónoma todo hijo debe “diferenciarse” de sus padres discrepando con ellos en algún tema que todos consideren fundamental. A esta ruptura le sigue una tormenta más o menos prolongada, un período de consolidación de la postura del hijo y, cuando ésta se ha demostrado viable, un reencuentro y reconciliación, ya no entre un niño y sus padres sino entre un adulto joven y otros un tanto mayores. Sólo entonces, cuando el mutuo respeto y afecto han reemplazado al resentimiento o el temor, cuando tanto el hijo como los padres han cambiado, ampliado sus horizontes, reconocido la legitimidad del otro, se ha completado con éxito el proceso de diferenciación que subyace a la identidad exitosa.

Nótese de paso la genial reinterpretación del mito edípico freudiano y su “matar al padre” por parte de Bowen, ella misma un ejemplo de diferenciación exitosa de sus propios orígenes psicoanalíticos… Pues la diferenciación consumada implica no el repudio a la ideología paterna sino su actualización: nos diferenciamos cuando logramos integrar la herencia de nuestros antecesores con nuestras propias búsquedas e ideales. Cuando cumplimos el dictum de Bruce Lee:

Absorbe lo que es útil,

Descarta lo que es inútil,

Añade lo que es único de ti.

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La homeostasis no existe: revolución en la teoría sistémica

Hace menos de un mes se publicó en Nature un hallazgo que, si se confirma, revolucionará la biología -y, a la larga, la psicología y la psicoterapia, sobre todo sistémica.

Los biólogos lo sospechan; los psicólogos y coaches, en cambio, ni se lo imaginan. Pero su forma de entender su trabajo, su modus operandi, tiene los días contados.

La peligrosa idea de este artículo, el germen de la revolución, es engañosamente simple:

La homeostasis no existe.

Es un mito, una falsedad. O más bien, una verdad a medias. Explica sólo un trozo de la realidad; es únicamente un caso límite de una teoría más amplia -como la teoría gravitatoria de Newton es en realidad parte de la relatividad general de Einstein.

Pero ¿por qué es tan revolucionario afirmar que la homeostasis no existe? Para entenderlo debemos dar un breve paseo por la historia de las ideas, empezando por el hallazgo en cuestión (que resumo a partir del abstract). (Los interesados en las implicaciones terapéuticas pueden ahorrarse este paseo e ir directamente al final del artículo).

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Una prisión mejor amoblada

Buddha, the Conqueror, de Nicholas Roerich

Según Daniel Burston, “pensador anti-sistemático es el que vive en la convicción de que ningún sistema de ideas puede por sí solo englobar o expresar la profundidad y complejidad de la psique o el cosmos; y que los esfuerzos por intentarlo inevitablemente imposibilitan el encuentro auténtico (con el cosmos y/o el yo)”… Por tanto, los pensadores anti-sistemáticos no son meramente a-sistemáticos; no es que carezcan de un sistema. Más bien, rechazan los “sistemas” por principio. ¿Por qué? Porque cualquier tradición de sabiduría o de psicoterapia que requiera de la aceptación incondicional de un aparato conceptual claro y definido para alcanzar la “curación”, la “salvación”, la “iluminación”, la “totalidad”, etc., sólo sirve para ofrecer a las personas una prisión mejor amoblada, nunca la auténtica libertad.

Ian C. Edwards, Truth as Relationship: the Psychology of E. Graham Howe

Conocer es amar y amar es conocer

Hace algunos años ya, mi amigo Álvaro Ponce leyó su trabajo de investigación para el Doctorado de Psicología Social de la Universitat Autònoma de Barcelona. A lo largo de incontables lecturas compartidas y digeridas en charlas que se prolongaban hasta la madrugada habíamos intentado descifrar las implicaciones de la teoría constructivista para la filosofía, la economía y la psicología en su conjunto. De ello nació, entre otras cosas, nuestro ensayo sobre el constructivismo y el construccionismo y mi trabajo de investigación sobre estética y conocimiento encarnado.

Al terminar, alguno de los miembros del tribunal (no recuerdo quién) le hizo una pregunta (que tampoco recuerdo). Con una claridad casi sobrenatural, Álvaro respondió diciendo: “Lo que es el conocimiento en el terreno del pensar es el amor en el terreno del sentir”. En otras palabras, amar y conocer son dos caras de la misma moneda.

Desde entonces, esa frase ha sido para mí una especie de enigma, un koan indescifrable pero inescapable, una caja china llena de sorpresas. Me parecía tan poderosa y profunda como el famoso dístico de Keats:

“Beauty is truth, truth beauty,” – that is all
Ye know on earth, and all ye need to know.

Que sintetizaba las ideas de mi propio trabajo de investigación

Años después, al pensar en la relación entre voluntad y conocimiento, concluiría que

“La diferencia entre conocimiento y poder es que en el conocimiento un organismo se modifica a sí mismo, mientras que en el poder se modifica lo ajeno a él”.

Gracias a Álvaro di también con Kitarô Nishida, el filósofo japonés más importante del S. XX. Y por una casualidad formidable, su primera gran obra, Indagación del Bien (que entonces ni Álvaro ni yo habíamos leído) concluye con un apéndice titulado Conocimiento y Amor, del que he tomado algunos fragmentos.

Por lo general, se piensa que el conocimiento y el amor son actividades mentales enteramente diferentes. Pero para mí son esencialmente la misma actividad. Esta actividad es la unión de sujeto y objeto, es la actividad en la cual el yo se une con las cosas.

¿Por qué es el conocimiento la unión de sujeto y objeto? Podemos conocer la verdadera naturaleza de algo sólo cuando eliminamos por completo nuestras engañosas ilusiones y conjeturas y nos unimos así con la verdadera naturaleza de ese algo…

Y ¿por qué es el amor la unión de sujeto y objeto? Amar algo es desechar el yo de uno y unirse con el de otro. Los verdaderos sentimientos de amor sólo nacen cuando el yo de uno y el de otro se juntan sin dejar brecha entre ellos. Amar una flor es unirse con la flor y amar la luna es unirse con la luna…

De esta manera, conocimiento y amor constituyen la misma actividad mental; para conocer una cosa debemos amarla y para amar una cosa debemos conocerla… Pero si separamos las dos actividades y pensamos que el amor es el resultado del conocimiento o que el conocimiento es el resultado del amor, no llegamos todavía a comprender la verdadera índole de amor y del conocimiento. Conocer es amar y amar es conocer.

Sé que las raíces de estas ideas se encuentran en Platón y los neoplatónicos, en la Cábala y la filosofía oculta del Renacimiento, en la alquimia, en Spinoza, Leibniz, el romanticismo alemán, William Blake…; en Li Po, Chuang-Tsé, Lao-Tsé, el Buda, Confucio…

Son sus consecuencias, vastas e inimaginables, lo que aún me elude.

El periodismo como conversación, o el largo camino de vuelta a casa

El periodismo como arqueología

Muchos periodistas creen que su trabajo es una variante de la arqueología que consiste en separar las brillantes migajas de la verdad del fango del engaño, la indiferencia y la vaguedad.

Muchos periodistas (más o menos los mismos) creen que el Internet ha cambiado las reglas del juego de la comunicación de tal forma que ha vuelto imposible el continuar con su honesta profesión. Al aparecer la “interactividad”, ese némesis del periodista proverbial, la verdad tan perseguida se ahoga bajo una montaña de trivialidades introducidas por incontables interlocutores en un foro virtual.

Finalmente, muchos periodistas (o editores y dueños de medios de comunicación) creen que pese a todo el modelo tradicional del periódico sigue siendo viable. “Mientras informemos veraz y ágilmente”, murmuran, “todo irá bien”.

Las tres ideas son, a mi juicio, equivocadas. Ni el periodismo consiste en “buscar y decir la verdad”, ni el juego de la comunicación ha cambiado (mal que le pese a McLuhan), ni se puede sobrevivir jugándolo como siempre.

Más aún: las tres son equivocaciones en la misma dirección. Pero para verlo, como ya he dicho en otro lado, es preciso elevarse por sobre el manto de los siglos apoyándose en la historia de las ideas. Y lo haremos, brevemente, aprovechando ante todo el magnífico La musa aprende a escribir, de Erick Havelock, un resumen de sus investigaciones sobre el paso de la oralidad a la escritura en la Grecia preplatónica y sus implicaciones sociales y psicológicas.

Platón y el miedo a la palabra muerta

En el Fedro, Platón refiere, por boca de Sócrates, el diálogo entre un rey egipcio y el dios Toth, inventor de la escritura. Toth, como Prometeo, arde en deseos de extender la escritura y el conocimiento entre todos los pueblos; el rey, mucho más cauteloso (e, intuimos, temeroso de perder su poder como resultado de esta revolución), cuestiona cada uno de los argumentos del dios. Es un diálogo breve y profético: anticipa los devaneos de los monopolios en los momentos de cambio social a lo largo de la historia.

Toth comienza defendiendo la escritura porque “hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria, ya que es un remedio contra la dificultad de aprender y retener”. El rey lo critica indicando que “la escritura no producirá sino olvido en las almas de los que la conozcan… fiados de este extraño auxilio abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar sus recuerdos cuyo rastro habrá perdido su espíritu… Porque cuando vean que pueden aprender muchas cosas sin maestros se tendrán ya por sabios, y no serán más que ignorantes…”

De aquí concluye Sócrates (es decir, Platón) que la escritura no “transmite” ningún saber, sino que se limita a despertar en el lector el saber que éste lleva ya dentro. Un postulado bastante próximo a la realidad, tal y como nos la desvelan los estudios de la neurociencia acerca del significado (véase más adelante).

Luego, Sócrates hace una afirmación tajante y devastadora: la palabra escrita está muerta mientras que el pensamiento (y el diálogo) están vivos. La elabora hasta el final del texto mediante diversos ejemplos y metáforas:

“Este es… el inconveniente así de la escritura como de la pintura; las producciones de este último arte parecen vivas, pero interrogadlas y veréis que guardan un grave silencio. Lo mismo sucede con los discursos escritos; al oírlos o leerlos creéis que piensan; pero pedidles alguna explicación sobre el objeto que contienen y os responden siempre la misma cosa… Pero consideremos los discursos de otra especie, hermana legítima de esta elocuencia bastarda… El discurso que está escrito con los caracteres de la ciencia en el alma del que estudia… vivo y animado, que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia y al lado del cual el discurso escrito no es más que un vano simulacro”.

(Para un breve resumen del pensamiento platónico al respecto, véase aquí).

Platón es inmensamente sabio; consigue mantenerse equidistante de los dos extremos. No puede habérsele escapado la paradoja de escribir en contra del arte de escribir; yo pienso que lo hizo a propósito.

Por una parte, como ha demostrado Havelock, el objetivo platónico era defender la escritura frente a la oralidad -la razón frente a la pasión o la tradición, la educación pública frente al adoctrinamiento ritualístico y religioso… Pero, por otra (y esto ya se le escapa un poco a Havelock y sus comentaristas), era consciente del riesgo que esto implicaba: aunque poderosa, la palabra escrita sólo puede desarrollarse en medio de una comunidad, de una sociedad que disponga del “logos” -así como sólo se puede aprender a hablar si se vive entre personas que sepan hacerlo.

Así pues, tanto Toth como el rey tienen razón -en planos diferentes; lo cual se ha podido resolver únicamente tras el descubrimiento del conocimiento procedimental y declarativo, o tácito y explícito, como indico aquí. Pero eso es otra historia… Baste con señalar que si la palabra escrita es poderosa, sólo vuelve a la vida cuando se encarna en una conversación.

La dialéctica entre escritura y conversación

La palabra escrita arranca el sentido del contexto de la conversación, fijándolo para siempre sobre un medio duradero. Y así lo eterniza -a costa de matarlo.

Pero la palabra no muere. Porque entender una idea es darle nueva vida dentro de uno mismo -como lo confirman los últimos estudios en neurociencia y la teoría del significado encarnado de Mark Johnson. Y para darle nueva vida hay que volver a emplazarla en una discusión, sea con uno mismo (que era la teoría del pensamiento de Peirce: “pensar es discutir con uno mismo”) o con los demás.

Así pues, por un lado, la palabra viva es la que nos conecta con un venero eterno de ideas y temas recurrentes en la historia humana (el “mundo III” de Popper). Pero, por otro, este venero sobrevive únicamente en la medida en que se reencarna en cada uno de nosotros -cuando damos a luz a la palabra viva.

Cada vez que amamos, odiamos, tememos y cantamos; cada instante de agonía, aflicción, gloria, triunfo y esperanza forman parte de una infinidad de instantes semejantes que atraviesan como un hilo rojo a una infinidad de personas y lugares. La palabra es este hilo rojo -siempre y cuando seamos capaces de revivirla día tras día.

Así, las palabras nunca ha muerto -al menos las verdaderas, las que servían de puente hacia “el eterno humano”. La interactividad siempre ha estado ahí, sólo que oculta dentro de cada casa o en cada mesa de café -o, más aún, en cada cabeza.

Otra forma de decir lo mismo es que no se trata de haber pasado de una cultura “oral” a una cultura “escrita”; las culturas escritas siguen siendo orales, sólo que de otra manera.

El periodismo como conversación aplazada

Como casi todo, el periodismo puede verse de manera estática o dinámica. La perspectiva estática enfatiza el resultado por sobre el proceso, la noticia publicada por sobre la redacción e investigación. Según ella, el periodista escribe su nota sobre un tema determinado, la nota se publica y sanseacabó, a otra cosa.

Pero la perspectiva dinámica nos devuelve al movimiento que subyace a la aparente calma. La nota es leída por algunas personas; suscita controversia, comentarios, críticas o reflexiones que, o bien se quedan en su fuero interno, o bien las mueven a hacer comentarios con sus allegados. Igualmente, la nota se deriva de anteriores diálogos del periodista con personas, lugares o referencias, condensándolas para beneficio de sus lectores. Es, en suma, un retazo del tiempo congelado en blanco y negro.

La nota periodística es uno de los puntos de partida y de llegada de las conversaciones que tejen una sociedad. Más que ofrecer “datos”, el periodista ofrece guías: diferencia lo importante de lo intrascendente, permitiéndole así a la sociedad contemplarse a sí misma. La nota periodística no es un ítem de verdad sino un componente más de la eterna conversación que es una sociedad; si se quiere, los periódicos son los hitos o puntos de referencia en dicha conversación -pero nunca su contenido ni su finalidad.

Y eso siempre ha sido así. La palabra nunca ha muerto, la interactividad siempre ha estado presente.

Desde luego, cuando la nota se publicaba en un periódico, la “circularidad” del proceso se volvía invisible, pues las discusiones se daban más allá del ojo del periodista. De vez en cuando volvían al periódico a través de las “cartas al Editor”; pero en su mayoría se perdían en la sociedad como las ondas sobre un lago.

Mucha gente cree que el Internet y los blogs han cambiado esto introduciendo la interactividad en la comunicación masiva. Pero no es cierto. Lo que sí que han hecho es evidenciar una interactividad que corría antes por canales mucho más lentos, diversificados y soterrados. Hasta hace quince años, el lector discutía las noticias con sus amigos o familiares; ahora, lo hace con cualquiera que pueda acceder a un terminal de computadora. Las conversaciones que eran aplazadas y silenciosas han devenido gracias a la Red instantáneas y bulliciosas.

Pero siempre estuvieron allí.

El largo camino de vuelta a casa, o qué ha de hacer el periodista

De este modo, los temores platónicos se han aquietado -pero después de haberse exacerbado. Hemos regresado a casa luego de dar la vuelta al mundo. (En justicia, ya McLuhan intuyó este desenlace en su Galaxia Gutenberg). La palabra escrita se ha alejado cada vez más del diálogo y la conversación; ha ido muriendo lentamente desde hace diez siglos. La crisis de la prensa tradicional es un suspiro más en esta agonía.

Pero el Internet ha asestado el golpe de gracia no por medio de un cambio irrefrenable sino de un retorno a los orígenes: el texto se ha reencontrado con la charla, el “post” con el “chat”, la noticia con el foro. El Internet cierra el círculo de la conversación y emplaza la palabra en el seno de su madre, la conversación, en tiempo real y de manera automática.

Sócrates dialogaba con sus discípulos y denunciaba la perfidia de la palabra escrita; no conservamos ninguno de sus textos originales, porque nunca los registró. Platón consignó en sus Diálogos sus revolucionarias y a ratos contradictorias ideas -que han sido el centro de gravedad de la filosofía occidental hasta el presente, mediatizadas por incontables lecturas. De este modo, durante siglos, los escritores han congelado sus postulados en libros que los lectores debían descongelar para reincorporar a la vida diaria. En estas conversaciones, cada turno duraba años o siglos: Joyce replica a Shakespeare, que discute con Marlowe, quien polemiza con Virgilio.

Ahora, un ciudadano de casi cualquier país puede opinar en una discusión global acerca del futuro del mundo y recibir respuesta en horas o días, como si se tratase de un “foro” de la Atenas clásica. Como suele hacer, la historia nos ha devuelto a un mismo punto pero en un nivel más alto de la espiral.

Y ¿cuál es el papel del periodista en esta época? Ser partícipe del diálogo desde su posición, que le facilita algunas cosas y le impide otras. Entenderse como un circunstante más y no como el único; un interlocutor privilegiado, tal vez, pero jamás “imparcial”.

Pero de eso, más adelante…

Upaya y terapia

El budismo es proceso y no contenido
Como bien señala Alan Watts, el budismo debe entenderse no como una “filosofía” sino como un diálogo; es decir, no como un contenido específico de sabiduría a “transmitir” sino como un proceso de aprendizaje y crecimiento espiritual en el contexto de la relación entre aprendiz y maestro.

En realidad, el diálogo es también el inicio de la filosofía griega. Parece que Platón coincidía, a este respecto, con el Buddha; sus escritos consisten justamente de diálogos donde lo que prima es el proceso de búsqueda de la verdad, ejemplificado por las preguntas de Sócrates, por sobre el contenido especifico o el tema en debate.
Parecida estructura tienen otras obras maestras de la filosofía; más recientemente, las Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein, escritas como una conversación del filósofo consigo mismo donde los argumentos se suceden y superponen de manera errática, entremezclados con ejemplos y “experimentos mentales“.

Upaya: medios convenientes
En el diálogo budista, el maestro utiliza los llamados Upaya, “medios hábiles” o convenientes para “despertar” al discípulo poniendo en jaque su lógica para forzarle a salir de ella. El koan zen es un heredero de estos upaya; como, por ejemplo, la siguiente historia:

Un monje pidió a Zhaozhou que fuera su maestro.
Zhaozhou le preguntó: “¿has comido ya?”
“Sí”, respondió el discípulo.
“Entonces, ve y lava tu plato”.
En ese momento, el discípulo alcanzó la liberación.

El aparente sinsentido del cuento es precisamente la fuente de su poder; pero sólo puede ser experimentado, no explicado. Y si alguien objeta que esto es absurdo e imposible, basta con indicarle que lo mismo ocurre en todos los terrenos de la existencia.
Un chiste, por ejemplo, no puede explicarse; si hace falta explicarlo, pierde toda su gracia -y deja de ser un chiste para volverse una sucesión de palabras. La risa es el único indicador de la comprensión -como el llanto o los suspiros indican que se ha entendido un buen poema y los gemidos, que se ha disfutado de una buena comida.

La visión yang: el upaya como “poder”
La tradición estratégica, tan típicamente yang, ha enfatizado la “habilidad” técnica del “maestro”, su ingenio, vivacidad y “poder”. Milton Erickson ocupa, en el panteón estratégico, el lugar de los maestros zen más reputados: su figura continúa generando controversia, admiración rayana en la idolatría -¡y un mercado nada despreciable de seminarios, congresos, talleres y terapeutas!
La fascinación se debe, creo yo, al aura de magia que lo rodea y que se acentúa con cada nuevo seminario e historia, donde Erickson resuelve síntomas o patologías de larga data con una o dos frases cegadoramente penetrantes, una o dos prescripciones paradójicas, una o dos metáforas insondables.

Y lo triste es que, por más que el propio Erickson luchara toda su vida contra la idea de que el hipnotista tiene un “poder” sobre el hipnotizando, su figura y el modo en que es utilizada ha contribuido, quizá más que ninguna otra cosa, a la creación y decadencia de algunos de los más temibles gurúes de la psicoterapia -y a la concepción de la terapia como una batalla y del terapeuta como un “amo de la guerra psicológica” por el “bien” de las personas.

Desmitificando a Erickson
La realidad era mucho más prosaica (según Scot Giles, hipnoterapeuta mundialmente famoso). Efectivamente, Erickson podía hacer entrar en trance a una persona con un solo gesto -y es esto lo que más se publica y afirma.
Lo que se olvida decir, a sabiendas o no, es que para conseguir dicha proeza Erickson dedicaba seis u ocho sesiones preparatorias a enseñar a la persona a entrar en trance -¡y cobraba cada una de ellas!

Sus intervenciones, pues, no eran ni tan “brillantes” ni tan “espontáneas” como se suele creer; se basaban en un extenso conocimiento de la persona y su contexto, y sucedían en medio de una terapia más o menos prolongada.

Quizás Erickson contribuyó inadvertidamente a su mitificación. Por un lado, cuando redactaba sus historias clínicas se centraba en las últimas sesiones, en las cuales introducía las intervenciones que le han ganado fama (regresiones a un período anterior al síntoma, prescripciones sintomáticas paradójicas, etc). Y, por otro, hacía demostraciones públicas de hipnosis en seminarios y conferencias con singular éxito. Pero allí sus sujetos eran psicólogos o psiquiatras con años de entrenamiento en alguna escuela psicológica y con cierta experiencia en hipnosis; ¡totalmente diferentes del paciente promedio!

La visión budista: el upaya y la compasión
Esta perspectiva yang, aunque atractiva, termina por traicionar el sentido original del upaya -que era, naturalmente, yin.

En el budismo, el upaya no nace de la habilidad o competencia técnica del maestro sino de su compasión; de su capacidad de vibrar al unísono con la experiencia de sus discípulos, de entender su sufrimiento como propio y señalar con su actividad la salida de la trampa, la vía a la trascendencia.

La razón es muy sencilla: cada persona es un mundo, cada caso es diferente. No pueden formularse reglas universales; o más bien, han de formularse, pero nunca seguirse al pie de la letra. Si el maestro siguiera una regla para liberar al discípulo, no habría necesidad del maestro, sólo de la regla; cosa que olvidan quienes se esmeran en redactar los manuales de psicoterapia que tanto éxito tienen entre los estudiantes.

Asimismo, si el maestro hubiera de seguir una regla, él tampoco estaría liberado, sino cautivo de la misma regla; ¡mal podría liberar a nadie!

El upaya, la palabra justa o el silencio exactos, nacen de la compasión, no de la razón.

Equivalentes contemporáneos del upaya
Me parece que la idea de upaya, tal y como se sigue en la vía zen, se asemeja al “perturbador estratégico” de la terapia posracionalista, donde el terapeuta desequilibra hábilmente los “significados” del paciente, su forma de explicarse y organizar su experiencia, con el fin de moverlo a complejizarla y flexibilizarla.

Algo parecido persiguen la “confrontación” de Minuchin, la “contraparadoja” de Milán y las locuras que profería Whitaker, el más zen de los pioneros sistémicos: perturbar el “sistema familiar” retándolo a ampliarse. Todos ellos coincidían en que el terapeuta debe “ingresar” a la familiar, “coparticipar” con ella, antes de “confrontarla”.

Es decir, que la intervención se cocina en el caldo de la compasión y la empatía -aunque la técnica determine su sazón.

Dos ejemplos célebres de Upaya
Para terminar, dos ejemplos de upaya famosos y brillantes, sin más comentario.

El primero es una anécdota de Alfred Korzybski, fundador de la Semántica General, inspirador de Bateson y Kelly y autor de la archiconocida frase “El mapa no es el territorio“.

Habían pedido a Korzybski que diese una conferencia en una prestigiosa escuela femenina donde tenían una “alumna problema”, demasiado pedante y pagada de sí misma. Korzybski, que siempre daba sus charlas sentado detrás de una mesa, pidió a la chica (tras ser presentado) que se sentara junto a él. Ella aceptó inmediatamente, llena de orgullo.

En medio de la charla, Korzybski extrajo de sus bolsillos una cajetilla de cigarrillos, una boquilla y una caja de fósforos; luego, sin dejar de hablar, colocó ostentosamente un cigarrillo en la boquilla. La chica, que había contemplado la escena con interés, avanzó hacia la caja de fósforos y, a una señal casi imperceptible de Korzybski, procedió a tomarla para encender su cigarrillo. Para su sorpresa ¡la caja estaba vacía!
En ese punto, Korzybski interrumpió su conversación y la miró fijamente, al igual que todos los asistentes. La chica, sin inmutarse, dio vuelta a la caja y espetó: “¿A quién se le ocurre andar con una caja de fósforos vacía?”
Con un gesto displicente, Korzybski replicó: “Querida, el mundo es mucho más grande de lo que puedes imaginarte”; y depositó la boquilla en la mesa.

Al rato, sin dejar de hablar, sacó de su bolsillo otra caja de fósforos, la puso en la mesa y tomó la boquilla. La chica, una vez más, esperó ansiosa para encender el cigarrillo; pero esta vez, se acercó la caja al oído y la agitó; y al escuchar el sonido de las cerillas, la abrió y tomó una. ¡Estaba usada! ¡Todas lo estaban!
Un tanto avergonzada, tiró la caja sobre la mesa y exclamó: “¡Están usadas! ¡No puedo creer que usted lleve cerillas usadas! ¡Mi padre nunca haría eso!”
Korzybski la miró con impaciencia y le dijo: “El mundo es un lugar mucho más grande y complejo de lo que tu padre o tu madre pudieron nunca imaginar”; y dejó, nuevamente, la boquilla en la mesa.

Minutos más tarde, sacó una tercera caja del bolsillo y la puso sobre la mesa. La chica, sin esperar a que Korzybski cogiera la boquilla, se acercó la caja al oído y la agitó. ¡Nada! La devolvió a la mesa, miró con sorna al viejo calvo y regordete, y se sentó nuevamente con un aire triunfal.

Korzybski, sin dejar de hablar, se puso la boquilla en la boca, tomó la caja y la abrió con un golpe seco. Estaba llena de cerillas; tan llena, de hecho, que no quedaba espacio para que se movieran o hicieran ruido. Sin darle importancia, tomó una, la golpeó contra la caja y encendió por fin su cigarrillo. Y así continuó con su conferencia, mientras la chica, a su lado, se sentía cada vez más molesta, fascinada -y pequeña.

El segundo, una anécdota de un monje zen contada por Alan Watts.

El monje había sido invitado a la ceremonia del té en la mansión de un prominente político. Una vez allí, constató, al detectar una cierta calma en sus movimientos, que una de las sirvientas había recibido entrenamiento zen; así que cuando hubo concluido la ceremonia y empezado el momento de la charla informal, el monje le hizo señas para que se acercara. Cuando la tuvo enfrente, le dijo: “Quiero hacerte un regalo”; y tomando con las pinzas un carbón ardiente del incensario que estaba a su lado, se lo ofreció.

Rechazar un regalo de parte de un superior es una afrenta inconcebible en Japón; así que la muchacha alargó las mangas de su precioso kimono ceremonial y tomó el trozo de carbón con ellas, quemándolas horriblemente.

Acto seguido, la muchacha respondió: “También yo quisiera hacerle un regalo”; y procedió a ofrecerle otro pedazo de carbón al rojo vivo. “Muchas gracias”, replicó el monje, mientras lo usaba para encender el cigarrillo que ya había preparado.

¿Qué tan racional es creer en la teoría de la acción racional?

William James afirmaba que, antes incluso de llegar a una conclusión mediante el análisis, la hemos alcanzado con nuestras emociones; y que, por ende, lo mejor es admitirlo honestamente y aceptar nuestras inclinaciones naturales. Cosa que ha puesto fehacientemente en claro Antonio Damasio a lo largo de su obra: a menudo, la razón no hace más que justificar las decisiones de la emoción.

Poco más o menos dijo Nietzsche; y también Hume, cuya preciosa frase merece citarse:

La razón es y debe ser esclava de las pasiones.

Con lo que no quería decir que la razón no sirviera para nada; al contrario, sirve y mucho -siempre y cuando se ponga al servicio de la emoción.

Y finalmente, una frase del clásico psicólogo social Eliot Aronson:

El ser humano no es racional, sino racionalizador.

Lo cual, por si fuera poco, fue empíricamente demostrado por los espléndidos trabajos de Tversky y Kahneman (quien ganó el Nobel en Economía del 2002 por ello).

Sabiendo, como sabemos, todo esto -y ya no podemos ponerlo en duda: la evidencia es palpable y aplastante- ¿cómo es que seguimos creyendo en la teoría de la acción racional?

Hacerlo es irracional, sin duda, ya que implica ignorar los hechos -contrastados por décadas de investigación en psicología social y en neuropsicología.

Pero ¿a quién le importa?

Con lo cual, es justamente el que dicha teoría permanezca en pie lo que pone en duda sus cimientos.