O de muchas otras tradiciones.
(Por cierto: si llegas hasta el final encontrarás un enigma).
Hay un delicioso cuento
zen que dice así:
Había una vez un hombre que intentaba atravesar una selva. De repente, un tigre, salvaje y sangriento, se abalanzó sobre él. El hombre echó a correr -con tan mala pata que terminó al borde de un terrible precipicio. Sin pensarlo dos veces, se descolgó por un arbusto que coronaba el despeñadero. No había terminado de dar un suspiro de alivio cuando vio que dos ratoncitos mordisqueaban las raíces del arbusto. Pero algo más llamó su atención: una fresa silvestre, grande y apetitosa, al alcance de su mano. La tomó y se la metió en la boca: ¡jamás había probado nada tan delicioso!
Lo mejor del relato es que, a lo que parece, no termina aquí. Se dice que Thomas Cleary atribuyó esta versión reducida a D. T. Suzuki, quien la modificó para hacerla más asequible a los oídos occidentales.
En el relato original, la dulce fresa silvestre era también venenosa.
Según la Biblia, Job era un hombre piadoso e íntegro que seguía al pie de la letra el decálogo de su religión. Estaba muy orgulloso de su bondad y su temor de Dios -y de las recompensas que Él le había dado para demostrarlo: “le habían nacido siete hijos y tres hijas. Su hacienda era de siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas… Este hombre era el más grande de todos los orientales”. (Job, 1:2).
Un buen día, Dios se jacta de él ante Satanás, que, con inusitada penetración, responde:
“¿Es que Job teme a Dios desinteresadamente? ¿No has levantado una valla en torno de él, de su casa y de sus posesiones?… Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes. ¡Verás si no te maldice a la cara!” (Job, 1:10).
Dios acepta la apuesta; le quita su fortuna, sus hijos, su mujer, su salud. Job, por primera vez, padece las penas que, según él, estaban reservadas a los injustos. Abatido, Lo increpa:
“Retira de mí tu mano, y no más me espante tu terror.
Luego interrógame, y yo responderé; o bien hablaré yo, y tú responderás.
¿Cuántos son mis pecados y mis culpas? Hazme saber mi ofensa y mi pecado.
¿Por qué ocultas tu rostro y me tienes por enemigo tuyo?” (Job, 13:21)
Ha descubierto algo funesto para su economía moral: Dios no lleva bien las cuentas. Siempre ha sido “bueno” –según la obtusa noción de que “cumplir los mandamientos equivale a ser bueno”; debería gozar de un inmenso crédito en los libros del Paraíso y, en cambio, se debate en la miseria. Los “impíos”, por contra, los que decían a Dios: “¡Lejos de nosotros, no nos place conocer tus caminos!”, medran y procrean sin obstáculos. ¡El contable divino hace trampas!
Y entonces, en el límite de sus fuerzas, Dios se presenta en toda su magnificencia:
Entonces Yavé respondió a Job desde el seno de la tempestad y dijo:
“¿Quién es ese que enturbia mi consejo con palabras insensatas?
Ciñe tus lomos como un héroe: ¡yo te interrogaré, y tú me instruirás!
¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra? ¡Habla, si es que sabes tanto!…
¿Conoces la época en que crían las rebecas? ¿Has observado a las ciervas en el parto?
Se acurrucan y paren a sus hijos, depositan su camada;
Son vigorosas sus crías, crecen libres en el desierto, se les van y no vuelven más a ellas”. (Job, 38:1ss)
En uno de sus más conocidos diálogos, el
Menón, Platón expone su celebérrima teoría del conocimiento como reminiscencia (
anamnesis; más propiamente, “pérdida del olvido”) saliendo al paso a una objeción de Menón -una típica paradoja sofista:
Menón: ¿Y de qué manera vas a investigar, Sócrates, lo que no sabes en absoluto qué es? Porque, ¿qué es lo que, de entre cosas que no sabes, vas a proponerte como tema de investigación? O, aun en el caso favorable de que lo descubras, ¿cómo vas a saber que es precisamente lo que tú no sabías?
Sócrates: Ya entiendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del argumento polémico que nos traes, a saber, que no es posible para el hombre investigar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni sería capaz de investigar lo que sabe, puesto que lo sabe, y ninguna necesidad tiene un hombre así de investigación, ni lo que no sabe, puesto que ni siquiera sabe qué es lo que va a investigar.
Pero Sócrates no se contenta con describirla; pretende demostrarla de manera palpable y contundente (y burlarse un poquito del pobre Menón):
Menón: Sí, Sócrates; pero, ¿qué quieres decir con eso de que no aprendemos, sino que lo que llamamos aprendizaje es reminiscencia? ¿Podrías enseñarme que eso es así?
Sócrates: Ya antes te dije, Menón, que eres astuto, y ahora me preguntas si puedo enseñarte yo, que afirmo que no hay enseñanza, sino recuerdo, para que inmediatamente me ponga yo en manifiesta contradicción conmigo mismo.
Menón: No, por Zeus, Sócrates, no lo he dicho con esa intención, sino por hábito; ahora bien, si de algún modo puedes mostrarme que es como dices, muéstramelo.
Sócrates: Pues no es fácil; y, sin embargo, estoy dispuesto a esforzarme por ti. Pero llámame de entre esos muchos criados tuyos a uno, al que quieras, para hacértelo comprender en él.
Acto seguido, por medio de un interrogatorio sumamente ingenioso (y un tanto ilusorio), Sócrates lleva al esclavo a “recordar” el teorema de Pitágoras, comprobando así su teoría. Mas para que tal “recuerdo” surja debe primero despejarse el camino de la traba del falso saber -cosa que Sócrates hace induciendo al esclavo a seguir su propia e ingenua lógica hasta caer en contradicción. En este punto espeta:
Sócrates: ¿Ves, Menón, qué avances ha hecho el esclavo en el camino de la reminiscencia? No sabía al principio cuál era la línea con que se forma el espacio de ocho pies, como no lo sabe ahora; pero antes creía saberlo, y respondió con confianza como si lo supiese; y no creía ser ignorante en este punto. Ahora reconoce su embarazo, y no lo sabe; pero tampoco cree saberlo… ¿No está ahora en mejor posición, al conocer su ignorancia, respecto de la cosa que él ignoraba?… Si lo he hecho dudar… ¿le hemos hecho algún daño?
Menón: Yo pienso que no.
Sócrates: Por el contrario, le hemos ayudado en algún grado, a mi parecer, en el descubrimiento de la verdad; y ahora él deseará remediar su ignorancia, mientras que antes él hubiera dicho con gran desenfado, delante de todo el mundo y creyendo explicarse perfectamente, que el espacio doble debería tener un lado doble.
Pues bien -y ahora viene el enigma:
¿qué tienen en común estos tres relatos?