Los poderes de la nueva raza y sus consecuencias

Desde que naciste, siempre supiste que eras diferente. Que veías o escuchabas cosas que nadie más veía; que tenías poderes increíbles, sobrehumanos. Poderes que, si no aprendías a dominar, te destruirían -y a la gente que te rodeaba.

Tus poderes eran ante todo de dos clases. Podías sentir lo que los demás sentían, antes incluso de que lo supieran; así, podías anticipar con facilidad su conducta y sus reacciones en fracciones de segundo. Podías también cambiar para adaptarte a dichas reacciones de manera que influyeses en ellas -y, a la larga, en la persona que las llevaba a cabo.

Pero todo esto ocurría sin que lo supieras realmente; como los rayos rojos que salían de los ojos de un famoso personaje, destruyéndolo todo sin que él pudiera impedirlo.

Hasta que un día los descubriste y empezaste a controlarlos; tímidamente al principio, con mayor habilidad y desparpajo después.

Y comprendiste, por fin, el secreto de tu naturaleza. Comprendiste que eras diferente, en efecto; y en algunos sentidos, superior.

Pero comprendiste también que esa superioridad tenía un precio. Que el dolor te acompañaría a cada paso. Que cada vez que usaras tus poderes, cambiarías -que cada relación, cada instante, cada voz a la que atendieras dejaría sus huellas en tu alma, ya bastante poblada de por sí. Que nunca tendrías forma -pues tendrías todas las formas.

Que tomarías una decisión, te arrepentirías y desdecirías, volverías a arrepentirte y a dar marcha atrás hasta odiarte a ti mismo. Y esto, una, otra, mil veces -una por cada forma, una por cada amor.

Que necesitarías, de vez en cuando, alejarte de todos y escapar hacia esa frágil esfera que habías construido la primera vez que cerraste los ojos y el corazón.

Que amarías muchas veces, con igual intensidad y desesperación; y que, en tus peores momentos, tu vida se vería como una sucesión de personas diciendo adiós. Que con cada adiós perderías un pedazo de tu corazón sangrante.

Y que, acaso, siempre estarías solo; siempre serías el único en ver lo que veías, en escuchar lo que oías.

Que nunca te bastaría con nada; que el futuro nunca espera -y que siempre cederías a la urgencia de lanzarte en pos de él.

Y aceptaste estos poderes y su precio tenebroso; y echaste a andar, sin rumbo fijo, con las manos en los bolsillos y sed de aventura.

Que aún no ha terminado -que, en realidad, no ha hecho más que empezar.