En anteriores entregas he afirmado que las escuelas terapéuticas deben desaparecer. He presentado tres razones:
- La mayor parte de terapeutas eligen “escuela” no por su eficacia sino porque coincide con sus prejuicios y visión del mundo;
- Según la investigación, el principal predictor del éxito en terapia no es la técnica o “corriente” que el terapeuta emplee sino la interacción entre su persona y las de los pacientes, sobre todo en lo que se refiere a su capacidad de crear alianzas terapéuticas sólidas y negociar contratos terapéuticos viables, lo cual requiere una visión fundada en la esperanza, no en el déficit;
- Los hallazgos de la neurociencia, la psicoterapia empírica, la ciencia cognitiva y la psicología social convergen, lentos pero inexorables, hacia un núcleo de hipótesis comunes, la más importante de las cuales es la intersubjetividad radical (y, añado ahora, el dejar atrás las perspectivas centradas en la homeostasis para alcanzar otras más eficaces y plausibles, centradas en el cambio adaptativo y los equilibrios dinámicos).
Y añadido una cuarta, más general y ubicua, que dejé inconclusa en la anterior entrega: la “mentalidad ingenieril” o “mecanicismo”, la suposición de que comprender y controlar son una y la misma cosa; de que el ser humano “funciona” como una máquina y puede, por ende, ser manejado pulsando los botones adecuados (llámense “estímulos”, “recompensas”, “incentivos” o “castigos”).
Esta suposición subyace a gran parte del pensamiento tanto profesional como lego. En la teorización sociológica y económica su principal representante es la “teoría del actor racional“, según la cual la motivación fundamental del ser humano es “maximizar sus utilidades”, satisfacer sus deseos de la manera más ahorrativa posible tomando el camino más practicable acorde con sus creencias. En nuestra práctica cotidiana conduce sin remedio al “fetichismo de la técnica“, a atribuir el cambio no a las personas y sus competencias intrínsecas sino a una “técnica” revolucionaria, maravillosa y (casi) mágica que les “aplicamos” de forma correcta “según el manual”. Y es parte de la creciente medicalización de la vida cotidiana por la cual todo malestar es aislado, simplificado y categorizado dentro del manual de turno, convirtiendo en un “trastorno” lo que podría ser parte normal de la existencia y asignándole un supuesto “tratamiento estándar”. Con lo cual corremos el peligro de darle la razón a Jerome Frank, quien dijo en 1973 que “la psicoterapia debe ser el único tratamiento que crea el trastorno que pretende tratar”.
Los beneficios ocultos de la mentalidad ingenieril: el copyright
La mentalidad ingenieril permite usufructuar de los descubrimientos científicos. Sostiene el tinglado de “expertos”, técnicas “de avanzada”, seminarios masivos y onerosos para alcanzar niveles cada vez más esotéricos y títulos más rimbombantes (de mero “practitioner” a “master practitioner” y a “trainer“, por poner un caso), carentes de valor científico, apoyo empírico o aval universitario. En un plano más académicamente respetable, permite “medicalizar” el malestar, encajándolo en etiquetas diagnósticas de dudosa utilidad y formulando tratamientos (supuestamente) específicos y eficaces. En suma, industraliza el abordaje del dolor humano, uniformándolo y transformándolo en dinero con regularidad y certidumbre.
Muy poco hay de científico en este empeño de poner copyright a cualquier técnica o idea: la ciencia se basa en la libre circulación del conocimiento. Patentar la teoría de la relatividad general de Einstein habría sido una estupidez (como él sabía mejor que nadie, habiendo trabajado en la oficina de patentes). Pero sí que son patentables las aplicaciones de dicha teoría, o cualquier otra, en la medida en que sean resultados de la invención y no meros descubrimientos. Se puede patentar la técnica, no el conocimiento en sí mismo. Así, si hay muy poco de científico, hay mucho de económico.
El problema es que la línea divisoria entre técnica y saber es tenue y a veces confusa. Pasteur obtuvo una patente para la levadura desinfectada que había desarrollado y Takamine para la estructura de la adrenalina. Se puede patentar una secuencia de ADN siempre y cuando se trate de “una cadena purificada y aislada” por los investigadores (y no en su forma original, razón por la que no puedo solicitar una patente de mi propio ADN). Pero el psicoanálisis ¿es una teoría, una técnica o una multiplicidad de ellas? ¿Y la terapia cognitiva estándar? En cuyo caso, ¿qué parte de ambas es patentable? ¿La interpretación, el registro de pensamientos automáticos, el diálogo socrático?
En el caso de técnicas como EMDR la respuesta es más sencilla, al tratarse de un procedimiento cuya base teórica es discutible y acaso innecesaria para su ejecución. Así, cuanto más nos alejamos de la teoría, la investigación empírica y los modelos fundados en la evidencia, más proliferan el copyright y el trademark, los cursos multinivel a precios desbordantes, las promesas estrafalarias y las panaceas. La PNL, por ejemplo, incluye el “Charisma Enhancement”, “Pure PNL”, “Design Human Engineering”, “Persuasion Engineering”, “Meta Master Track”, todo ello marca registrada de Richard Bandler, co-creador (junto con John Grinder) del “metamodelo” original de PNL.
Pero no sólo los Bandler y Grinder de este mundo o los inventores de las “terapias de energía” ponen copyright a sus “invenciones” y “tecnologías” con el fin de controlar su enseñanza y apropiarse de sus royalties; también lo hacen los maestros de la terapia más científica y extendida del mundo, la cognitivo-conductual: por ejemplo, Judith Beck, cuyo “cognitive conceptualization diagram” tiene copyright desde 1993. ¿Qué sentido tiene otorgar copyright a un diagrama conceptual?
La revolución cognitiva y las escuelas terapéuticas
Muy simple: franquiciar una forma determinada de hacer terapia. Pues el equivalente (sin duda mucho más plausible y respetable) a los cursos de niveles acumulativos y los certificados pomposos es la manualización de la psicoterapia, fenómeno que comenzó con la publicación del primer manual propiamente dicho, “Terapia Cognitiva para la Depresión”, de Aaron Beck, en 1979.
Hasta entonces, los libros sobre psicoterapia contenían ante todo teorías etiológicas, de la permanencia o curación de los trastornos, salpicados con viñetas clínicas y descripciones de técnicas para alcanzar determinados objetivos terapéuticos coherentes con la teoría propuesta. El balance entre teoría, descripción y técnica podía variar; pero el énfasis recaía casi siempre en la primera. El manual de terapia cognitiva de Beck propuso por primera vez no sólo un marco teórico explicativo de la etiología de la depresión y su abordaje en terapia sino ante todo una secuencia de procedimientos y técnicas, un detalle de lo que el terapeuta cognitivo debía hacer sesión por sesión para aplicar exitosamente el modelo cognitivo y lograr la mejoría del paciente.
El esfuerzo de Beck y su equipo de crear una descripción tan precisa, escrupulosa, pormenorizada y accesible revolucionó la psicoterapia -para bien. Al fin se podía contar con criterios fiables para distinguir una forma de terapia de otra o valorar la adherencia del terapeuta a su escuela; y, lo que es más importante, se podía contrastar con mucha más exactitud la eficacia de una forma de hacer terapia frente a otras. La “medicina basada en evidencia” se convertía, así, en “psicoterapia basada (o apoyada) en evidencia”. Se establecieron protocolos de tratamiento con cánones de adherencia, objetivos y prescripciones. Se pudo poner a prueba con rigurosidad nunca antes vista la efectividad, eficacia y eficiencia de todos los abordajes que se prestaran a la manualización.
Muchos investigadores y teóricos participaron de esta empresa: surgieron manuales de terapia psicodinámica (por ejemplo, el de terapia expresiva y de apoyo de Luborsky), cognitivo-analítica (Ryle), cognitivo-narrativa (Gonçalves), cognitivo-conductual (Lazarus), dialéctico-conductual (Linehan), etc., dirigidos a distintos trastornos. Como resultado, en los últimos treinta años hemos aprendido más acerca de la terapia y el cambio que en las cinco décadas anteriores y contamos con tratamientos de elección de probada utilidad para los trastornos más frecuentes.
Asimismo, la formación de futuros terapeutas se estandarizó bajo cánones compartidos. Para ser, digamos, “terapeuta cognitivo” no basta con leer los libros de Beck; hay que formarse en alguno de los programas oficialmente sancionados o con terapeutas que han recibido dicha formación. ¡Aquí empezó la franquicia! Que, si bien ha traído grandes beneficios, también ha dificultado el surgimiento de una teoría global de la psicoterapia.
La psicología envidiosa
Pues el lado negativo de esta revolución es que la investigación se centró ante todo en la relación teoría-Técnica-trastorno. Y pongo “Técnica” con mayúscula porque ha sido, con mucho, el rubro más investigado. De ahí que contemos con infinidad de técnicas (desde las “de vanguardia” con limitado apoyo empírico hasta las “estándar” con más credibilidad) mientras que carecemos de una teoría global y coherente de la mente y la consciencia humanas. (Lo más cercano a ello, la teoría cognitiva estándar, ha empezado a mostrar signos de agotamiento debido a la creciente evidencia que desmiente su metáfora fundacional, “la mente es una computadora”). Sabemos la respuesta a “¿cómo tratar el estrés postraumático?” pero no a “¿qué es el estrés postraumático?” La intersubjetividad radical, la importancia de la esperanza y las relaciones genuinas y positivas, la orientación hacia el futuro y no hacia el pasado (es decir, el fin de la homeostasis), la naturaleza “encarnada” y activa del significado (embodiment y enactment) son todavía fenómenos aislados, pendientes de una explicación profunda, sólida y llena de implicaciones.
Creo que parte de la causa es el pobre conocimiento de metodología científica que se imparte a los estudiantes de psicología -y el que la psicología ha se ha ocupado más en imitar a las “ciencias duras” que en comprender su objeto de estudio y el método apropiado para éste. Paradójicamente, en la sección de psicología y ciencias sociales de cualquier biblioteca siempre se encuentran decenas de manuales de investigación científica (“Métodos de investigación en ciencias sociales”, “cómo investigar en psicología”, “la técnica de X en medición de Y”, etc.), mientras que en la sección de física no se encuentra ni uno solo. Los físicos no escriben manuales de investigación científica; ellos investigan, y dejan a los filósofos la importante tarea de reflexionar sobre sus métodos.
Los psicólogos, en cambio, no reciben formación en ciencia básica ni revisan a lo largo de su carrera productos de investigación; es decir, carecen en su mayoría de contacto con la “ciencia práctica”. En general, leen cientos de páginas de información masticada y regurgitada, presentada en los manuales de manera “estándar” y bajo un mismo punto de vista epistemológico y filosófico que restringe el ámbito de discusión posible. Se los forma como “practicantes”, meros ejecutores de técnicas investigadas por los “Grandes Maestros”, en vez de como creadores continuos de nuevos abordajes, estilos y mecanismos. Porque, y por más que presente un trastorno diagnosticable, cada persona lo especifica de una manera determinada que requiere un abordaje más o menos “a medida”. La contraparte de esto es que es imposible crear un manual de psicoterapia sin que termine siendo, de algún modo, un manual de la vida “correcta” (cosa que autores como Albert Ellis han admitido abiertamente).
El futuro: una teoría unificada de la mente y la psicoterapia como ciencia aplicada
Hace más de medio siglo, George Kelly vaticinó este complejo estado actual de la psicoterapia: miles de formas de terapia conocidas, registradas y “patentadas”, que se practican en casi total aislamiento; un manual de diagnóstico psicológico que crece como un cáncer con cada nueva edición de acuerdo no al avance de la ciencia sino a la presión de la industria farmacéutica; los psicoterapeutas convertidos en ejecutores de técnicas inventadas por unos pocos privilegiados (casi siempre del Primer Mundo), sosteniendo las relaciones de inequidad y asimetría en el acceso al conocimiento; los problemas de la vida convertidos en trastornos y desórdenes, diagnosticados y tratados por un “profesional competente” en la aplicación de técnicas y no en su comprensión o crítica.
La solución que Kelly proponía es fácil de entender pero difícil de lograr. Primero, la creación de una teoría global sobre los procesos psicológicos, un marco de referencia explícito y pasible de refutación que permita comprender la gigantesca variedad de la experiencia humana y dar sentido a la ingente pero fragmentaria información experimental e histórica de que ya disponemos. Tengo la esperanza de que dicha teoría global -que implica, asimismo, una teoría general del sistema nervioso- se encuentre cada vez más a nuestro alcance.
Segundo, entrenar a los terapeutas no como técnicos sino como “científicos aplicados” que practican los métodos estandarizados no para cambiar a sus pacientes sino para comprenderlos mejor -y que, por ende, son capaces de modificar sus abordajes en función de las respuestas de los consultantes. Ver la terapia, concomitantemente, como ciencia aplicada: la milagrosa oportunidad de explorar el enigma de la existencia y el sufrimiento que siempre la acompaña bajo la constante consigna de “Supongamos que…”, planteando las intervenciones como hipótesis y asumiendo los resultados como información a interpretar colaborativamente.
¿Significa esto que los terapeutas del futuro serán todos iguales? ¡De ningún modo! Pues lejos de manualizar el abordaje de cada trastorno, de señalar paso a paso con total precisión la manera en que ha de ser tratado, la teoría plasmará los principios básicos de todo abordaje exitoso, definiendo los objetivos y las condiciones necesarias para alcanzarlos -y dejando en manos del terapeuta la decisión final en cuanto a los recursos, técnicas o métodos a emplear. Sólo cuando no se conocen los fundamentos de algo es preciso codificar cada una de sus posibilidades.
Ambas soluciones van de la mano: a partir de una teoría global de la mente humana los terapeutas podrán elaborar hipótesis específicas para cada caso, que irán perfeccionando a medida que prosigan su tratamiento, añadiendo la información pertinente y corrigiendo el rumbo cuando haga falta. (Esto, que hoy se llama “diagnóstico dimensional” y se espera revolucione la psicoterapia, Kelly lo discutió ¡hace cincuenta años! con el nombre de “diagnóstico transitivo”. Tuvo que pasar medio siglo para que le hicieran caso…)
Y podrán contribuir al bienestar humano no sólo corrigiendo lo negativo sino, lo que es mucho más trascendental, fomentando lo positivo en todos los ámbitos -no sólo la consulta clínica sino la empresa, la política, el coaching, la economía, la educación…
De ahí que, como decía al empezar esta serie, cuando me preguntan a qué escuela pertenezco replico: “Soy terapeuta, a secas”.
Absoluta y totalmente de acuerdo. Me ha gustado mucho. Hace muy poco mantuvimos una vez mas esta discusión en mi blog. Tenemos los datos, que una y otra vez nos dicen lo mismo, y seguimos empeñados en centrarnos en las tecnicas.
Saludos.
Hola!
gracias por el cumplido! He leído tu siempre interesante blog y creo que la entrada a la que te refieres es esta:
http://haymicabecita.blogspot.com/2010/10/ay-mi-cabecita.html
Cuyos comentarios son muy valiosos! Y veo que en efecto coincidimos totalmente pese a la diferencia de las trayectorias. Estupendo!
Al hilo de lo cual… Cuando doy clase de terapia (y es práctica, con atención y supervisión en vivo) insisto en que no hablaremos de técnicas sino de interés genuino en el consultante (=relación terapéutica) y capacidad de conducir el diálogo hacia el cambio (=contrato terapéutico, entre otras cosas). Trato (aunque a veces no lo logre) de que los estudiantes reparen en sus propias reacciones dentro de la consulta de forma que puedan aprovecharlas para intervenir siempre desde el interés genuino. Las técnicas las pueden aprender en los libros o inventárselas; no así el difícil arte de escuchar “con el tercer oído” el murmullo de la vida palpitando fluctuante bajo el malestar.
Es bueno ver que al otro lado del mundo, donde la presión psicopatologizante es más aguda, también se van dando cambios!
un fuerte abrazo,
Hola Esteban. Muchas gracias por tus amables palabras. No tengo la experiencia de enseñar, pero en unos meses voy a empezar. Creo que básicamente es lo mismo que has hecho tu, porque voy a tener que supervisar en vivo las sesiones de los noveles (en el contexto de un master de psicología clinica). Ya pensaba advertirles de eso mismo que dices, de que se centraran sobre todo en escuchar y establecer la relación y por supuesto, básico, atender a las propias reacciones. Eso como tarea, en principio creo que es mas que suficiente. Les recomendaré que pasen por aquí.
Creo que en principio se me va a hacer raro estar acopañado en las sesiones ¿a ti te pasó lo mismo?. Es como romper la intimidad con el paciente. No se, me parece complicado.
Un abrazo.
Sí, es lo mismo! A mí me ayudó mucho el libro de Safran, “La alianza terapéutica”, que está en Desclée de Brouwer (un poco caro pero vale la pena).
No se me hace tan raro lo de estar acompañado en la sesión, quizá por dos factores: uno, en la formación en terapia familiar lo hacíamos así, y dos, trato de entrar a la sesión lo mínimo posible para que sean los alumnos quienes se desempeñen. Ellos, claro, suelen empezar la sesión nerviosos, pero en el transcurso se van acomodando.
gracias por la recomendación! Un abrazo,
Gracias Esteban. Veo que compartimos referente. Al amigo Safran llegué a conocerlo en persona puesto que vino a Tenerife hace unos años. También a Leslie Greenberg y a Vittorio Guidano. A estos también los tengo en muy alta estima.
Se me sigue haciendo raro, pero como todo, será empezar y ver como va.
Saludos
A Guidano y Greenberg los he conocido, pero a Safran no. Qué envidia! jeje
Abrazo,
Joer. El que me sorprendió fue Greenberg. Era como Papá Noel. El exito como terapeuta en su caso está garantizado. Transmite una sensación de calidez, con esa voz….Buenísimo. Safran es como un profe de escuela desinquieto, menudito con gafitas y siempre con un bolsito en bandolera. Y sabrás por supuesto, que Vittorio murió hace ya unos cuatro o cinco años. Algo a mi modo de ver absolutamente trágico para la psicoterapia. Era un monstruo entre los monstruos.
SAludos.
Claro, la muerte de Guidano fue una tragedia en toda regla, así como la de de Shazer y la de Mahoney. Cuando esta última, un querido colega y yo nos quedamos tan apesadumbrados y aturdidos que dedicamos varias conversaciones a desentrañarla. Y luego las plasmé, de alguna forma, aquí:
http://psicologiaenpositivo.com/?p=387
Siempre que me acuerdo me entristezco un poco.
Un abrazo,
Me parece una serie cojonuda. Se me vinieron a la cabeza varis cosas: el extrañísimo matrimonio en escuelas de gestalt entre ésta y PNL, que como dices fomenta una visión mecanicista que parece contraria a la anterior (pero $ es $); la obvia limitación de la técnica, pero a mi entender la utilidad de las mismas al menos para crear contextos terapéuticos (son una buena excusa, vamos); y sobre todo, lo totalmente central de la esperanza: a mí siempre me ha sido básico el aforismo creo que de chesterton sobre que la salud mental es un acto de fe (de la esperanza a la fe hay un salto, pero están cerca y creo que en un continuo). Al tiempo, una de las frases que más me aclararon hace años este mundo fue cuando a un psicoanalista en una tertulia televisiva le pidieron un consejo-respuesta simple y fácil a una situación X y su aportación fue “bueno, la vida es difícil” (lo cual, si se combina con la esperanza mentada, me parece la mejor aproximación en una frase a la psicoterapia).
Otra cosa es tu optimismo particular en lograr una visión científica global de los procesos psicológicos que además sea directora de las aproximaciones concretas en psicoterapia; me temo que nos quedan micromodelos para mucho rato, por lo menos como necesidad práctica.
Un saludo y felicidades por este logrado curro revisionista
Gustavo
Gustavo!
Gracias por el cumplido! Sí, es curiosa la simbiosis entre PNL y Gestalt, quizá debida al formato grupal de ésta, a su pretensión implícita de que la técnica es el desencadenante del cambio -y, por qué no decirlo, al estilo un tanto autoritario, confrontativo y autopromocionador de Fritz Perls, uno de los inspiradores de Bandler y Grinder.
Sí, es de Chesterton el aforismo, extraordinario como tanto de su obra.
Y sí, veamos si el futuro de la psicoterapia me da la razón en el optimismo. Espero que sí, desde luego; pero admito que el estado casi calamitoso de la psicoterapia en otros lugares puede ponerlo en duda.
Abrazos,