Justicia y psicoterapia de cuarto orden. El paradigma participativo

Book Cover: Justicia y psicoterapia de cuarto orden. El paradigma participativo
Editions:Paperback - Primera edición
ISBN: 978-84-19287-94-6
Pages: 218

Toda patología nace de la injusticia; Toda terapia parte del reconocimiento de la injusticia. Esta es la idea radical que proponen Esteban Laso y Lidia Karina Macías-Esparza, sobre la que nos convocan a reflexionar con el apoyo de referencias muy sólidas en su campo como son Celia Jaes Falicov, Raúl Medina Centeno y Álvaro Ponce-Antezana. Consideran que el tema de la injusticia, tal y como ellos proponen en esta obra, es necesario que esté presente en la discusión psicoterapéutica. Porque si bien, la lista de situaciones de injusticia que podemos encontrar en la práctica psicoterapéutica es bien amplia y en toda la gama de intensidad, sin embargo, no siempre se tratan como tales pues acaban eclipsadas por múltiples causas (neutralidad, circularidad, subjetividad, etc.). Estos autores nos invitan, por tanto, a romper esta ceguera para reconocer así la injusticia de aquellos que la sufren. Nos dicen: “La injusticia es un parásito de la mente que se contagia casi siempre en la infancia, pero se reproduce a lo largo de todo el ciclo vital –a menos que lo reconozcamos y sanemos las heridas en donde prolifera”.

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Imprint: Editorial Morata
Excerpt:

Pongamos ejemplos de esta confirmación o desconfirmación internalizadas, uno para cada necesidad. Vamos caminando a un café, perdidos en nuestros pensamientos, cuando de repente nos asalta, desde un portal, un perfume familiar. “¡Ah!”, nos decimos, “¿de dónde conozco este aroma? Mm… Es el que usaba esa chica que una vez…” Al hilo del recuerdo nos atenaza un dolor, mezcla de añoranza, tristeza y desaliento. En este punto, podríamos dejarnos arrastrar por el dolor hundiéndonos en el desánimo, lo que se manifestaría en un diálogo interno del tipo: “¿cómo es que no puedo olvidarla aún? ¿Tal vez era el amor de mi vida, y la he perdido para siempre?”, etc. Podríamos, por el contrario, indignarnos con nosotros mismos y luchar contra él: “¡Maldita sea! ¡Ya déjala atrás!”, etc.

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Ambas respuestas no sólo dejan insatisfecha nuestra acuciante necesidad, en este caso de afecto, sino que ni siquiera la registran como tal; la desvirtúan, convirtiéndola en signo de una supuesta debilidad ontológica, volviéndonos enemigos de nuestra interioridad y propensos a tratar de controlarla en vez de participar de ella, lo que conduce invariablemente al fracaso y el recrudecimiento de los síntomas (Laso, 2018).

Si, en cambio, nos imbuimos de la experiencia en su conjunto (lo que no quiere decir someternos pasivamente a ella sino habitarla activamente), podríamos vivenciarla como lo que es, una invitación a reconocer lo importante que fue esa persona para nosotros, lo mucho que la quisimos y extrañamos: “Claro, es que la amé mucho, y terminamos mal… Y eso duele”. La tristeza dejaría de ser lastimera tornándose vivificante; nos confirmaría como seres humanos plenos, necesitados de afecto y capaces de darlo y recibirlo. Podría dolernos, pero sería un dolor que, lejos de lastimarnos, nos ayudaría a sanar.

Al día siguiente conducimos por la carretera rumbo a nuestro trabajo; de la nada, un coche nos adelanta y se nos cruza de mala manera, obligándonos a frenar de golpe. Irritados, nos clavamos en la bocina; el otro hace caso omiso y sigue dificultándonos el avance. Sentimos una borboteante e imperiosa rabia y nos disponemos a adelantarlo, por la derecha si es necesario, a como dé lugar. Llegados aquí podríamos, de nuevo, dejarnos arrastrar por la ira, arriesgando nuestras vidas con tal de “demostrarle a este imbécil que no puede salirse con la suya”; o dejarnos rebasar, sintiéndonos humillados e impotentes. Ambas serían formas de sobrepujar el malestar, allá controlándolo, instaurando una sensación artificial de dominio, aquí dejándonos anegar por él. Ambas no sólo dejarían incólume, sino que exacerbarían la necesidad subyacente de respeto: allá porque adelantando a las malas “doblegaríamos” al otro obteniendo dominancia pero no respeto stricto sensu, aquí porque nos daríamos por vencidos sin siquiera entrar en liza, asumiendo una incompetencia que atenta contra nuestra dignidad.

Si, en vez de tratar de controlarla, participamos de nuestra desazón, no sólo controlaremos estos impulsos, sino que identificaremos su propósito: subsanar la sensación de insuficiencia derivada de que nos han faltado al respeto. Y esto nos libera ipso facto de las reacciones impulsivas y su visión de túnel porque honra nuestra necesidad de respeto, esto es, nos vivifica al reconfirmarnos como dignos de ser respetados, recordándonos que el que alguien no lo haga no nos priva de dicha dignidad, porque es consustancial a nuestra existencia. En definitiva, la confirmación de mi necesidad me devuelve el derecho de ser quien soy y experimentar lo que vivo; me legitima en mi ser, haciéndome más auténtico; y cuanto más auténtico, más fiel a mí mismo y más vital y creativo.

Pues bien: a este acto vivificante de intimar con uno mismo, mitad reconocimiento y mitad veneración, lo hemos llamado “honrar la necesidad” (Laso, 2021a). Y es opuesto tanto al obligar a la satisfacción de la necesidad, por la fuerza bruta o la manipulación ladina (por ejemplo, mendigar afecto induciendo culpa, etc.), como al abdicar de ella asumiéndonos no merecedores; posturas que, en otro contexto, hemos llamado “contraatacar” y “colapsar” (Laso, 2010). En general, cuando forzamos a los demás a darnos amor o respeto estamos tratando de reconfirmarnos indirecta y, por ende, infructuosamente: el amor forzado no es amor sino culpa, el respeto forzado no es respeto sino miedo. Las necesidades no se ganan por la fuerza, sino que se otorgan como un don: respetamos a alguien porque reconocemos su autoridad en algún ámbito y lo amamos porque nos fascina su irreductible individualidad.

Como puede verse, no se trata sólo de “identificar” la emoción, mucho menos de “regularla” o “gestionarla”; se trata de reconocer y honrar la necesidad que le subyace, porque sólo entonces la emoción cede y se transmuta espontáneamente1. En efecto, la emoción no es sino el mensajero de la necesidad viva en mí en cada instante de la relación; por ende, “controlar”, “regular” (extrínsecamente) o “gestionar” la emoción es “matar al mensajero”, lo que, al ignorar la necesidad, la encona, haciendo que la emoción vuelva por sus fueros a la primera de cambio. La “gestión de las emociones” asume que son la base de la pirámide; como no tienen nada por debajo basta con “regularlas” para resolver los conflictos y seguir adelante, individualizando así un malestar colectivo para impedir que emerja la consciencia de su existencia compartida. Abordar las emociones controlándolas (o sus eufemismos más vendibles en el capitalismo cognitivo, “gestionar” o “regular”) es típico de culturas patriarcales que necesitan invisibilizar e individualizar las necesidades desconfirmadas, manteniendo anestesiado y atomizado el malestar de sus miembros para que no se atrevan a transformar las estructuras de violencia e injusticia que los oprimen y asfixian (Cabanas Díaz e Illouz, 2019; hooks, 2004).

1 En el capítulo de la presente obra sobre el trabajo con varones en psicoterapia, Álvaro Ponce emplea la noción de “gestionar” la emoción en un sentido que no la desnaturaliza porque, al apoyarse en la Terapia Centrada en la Compasión, al abordarla compasivamente, está en definitiva honrando la necesidad que le subyace (aunque no lo teorice de esa manera). Es un “gestionar” o “regular” muy distinto de la acepción más común, que los hace equivalentes a “controlar la emoción” (y por ende silenciarla).

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Estos autores nos invitan, por tanto, a romper esta ceguera para reconocer así la injusticia de aquellos que la sufren. Nos dicen: “La injusticia es un parásito de la mente que se contagia casi siempre en la infancia, pero se reproduce a lo largo de todo el ciclo vital –a menos que lo reconozcamos y sanemos las heridas en donde prolifera”.