(Casi nada recuerdo de este cuento, excepto que salió de las lecturas de Poul Anderson, cuyo estilo intenta imitar. Es evidente, también, el recurso de la narración en dos planos, tomado de La Historia Interminable de Michael Ende, al que admiro intensamente. De Anderson sale, además, el carácter dual del protagonista, encargado de una tarea triste pero insoslayable y en continua lucha con su consciencia.
El “oso” es Ursus, palabra antecesora de Arturo; es, en suma, el Rey Arturo. El dragón debía haber sido un águila romana; pero me pareció menos sugestiva. Los monos que chillan con desesperación provienen de Rudyard Kipling, al igual que el templo en ruinas; algo hay, asimismo, del primer Lord Dunsany. Creo que la idea de los hombres-dioses dotados de superpoderes me vino de Lord of Light, mi novela preferida de Roger Zelazny.
La escena final, el paralelismo entre la guerra celestial y la terrenal, remite a uno de los Mabinogion citado por Borges y que había leído hacía poco, donde dos reyes juegan al ajedrez y cada movimiento se traduce en una pérdida o ganancia en el campo de batalla. Per se, este vínculo entre un juego y el mundo real dio a luz a otro cuento, El capricho del califa; es el secreto detrás de Alicia a través del Espejo, de Carroll -y de su insólita reedición cinematográfica a cargo de Kevin Smith, Dogma.
En cierto modo, Los Dioses nunca Mienten es la respuesta a La soledad del Dios; “ningún Hombre debe ser Dios”, por razones que no pude expresar, ni tampoco ahora. Algo se despierta en mí cuando lo releo; lo que me lleva a intuir que el Oso y el Dragón son dos voces cuya lucha salpica mi vida interior. Así, la unidad aparente de La soledad del Dios (desmentida por su final) da paso a la duplicidad; así aprendemos a convivir con nuestros demonios.
No sé si la frase de la Apología de Sócrates, mi texto favorito de Platón, fue el origen o la culminación del texto. Sé que los dioses, si existen, mienten como bellacos).
¿Qué quiere decir el oráculo? ¿qué sentido ocultan estas palabras?…
Porque él no miente. La divinidad no puede mentir.
Apología de Sócrates
Los monos saltaban entre las columnas chillando con desesperación. El hombre se detuvo y miró los restos del templo. Alguna vez había sido hermoso; losas rojas y áureas habían cubierto la fachada mientras fuegos inagotables ardían en las paredes: fuegos que habían iluminado miles de rostros en adoración. Fuegos cuyo eco podía sentir aún latiendo en los muros.
Silencioso, avanzó hacia la entrada mientras los mandriles le abrían paso mirándolo con recelo. Uno de ellos gruñó y le mostró los colmillos; el caminante fijó en él la vista y el animal se acurrucó. Llovía –nadie parecía sentirlo. Con un ligero golpe, el bloque que franqueaba el paso se deslizó hacia un lado y el hombre penetró en la estancia.
-Saludos, Viajero.
Este se detuvo. Había sido una voz profunda y rica; todo el templo había vibrado con ella. Levantó la vista – una luz verde y dorada danzaba en las alturas- y dijo:
-Saludos, Dragón.
-¿Qué te trae a mi casa, Viajero?
El hombre se sentó en una roca y aflojó su hábito.
-Salvarte a ti, amigo mío.
Una risa estentórea sacudió la sala.
-¿A mí? ¡Yo no le temo a nada! ¿De qué tendrías que salvarme?
-¿De qué otra cosa, Dragón? De ti mismo.
Amanecía. Sobre el campo desolado, en un lecho de sangre, cuatro hombres luchaban. Las espadas volaban a encontrarse; los cuatro eran fornidos y valerosos, pero ya mostraban agotamiento -la lucha no podía seguir por siempre. El más bajo detuvo una estocada y se lanzó hacia delante intentando ganar tiempo para escuchar una pequeña voz en su interior.
–¿Para qué hacemos todo esto?
“Esta vez no puedo responderte” –pensó, evitando por poco el contraataque y respondiendo con sus últimas fuerzas. Ganaría, era seguro –no había forma de que perdiera. Pero le costaría lo suyo. Miró de reojo a su compañero luchar como un demonio, disfrutando cada movimiento y acorralando lentamente a su contrincante. Le gustaba pelear; tanto mejor. El no podría darse ese lujo. Aprovechando un descuido, se abalanzó hacia delante y atravesó a su enemigo con su espada, una sola vez, en el corazón. El guerrero soltó su arma y se agarró el pecho convulsivamente antes de caer. Con un gesto de desaliento, el hombre caminó hacia una pequeña colina cercana y se tiró sobre la hierba respirando agitadamente.
–¿Para qué hacemos todo esto?
-¿Cansado?
Su amigo tomó asiento a su lado, limpió su espada en la hierba y sorbió un largo trago de su cantimplora.
-Bebe.
Un líquido ardiente bajó por su garganta; el hombre tosió y devolvió la bebida a su amigo.
-Te hacía falta, ¿verdad? ¿Por qué acabaste tan pronto con el tuyo? Como van las cosas, no creo que tengamos otra oportunidad así en algún tiempo.
–Tiempo es todo lo que tenemos. Ahora debemos seguir.
Ambos se pusieron en pie y se dirigieron a la ciudad. El más bajo sacó algo de su casaca y lo depositó sobre uno de los cadáveres. Era un emblema, un verde dragón rampante de doradas escamas sobre un campo rojo de sangre. Luego, recogió su espada y la envainó. Esperaba no tener que blandirla otra vez.
Se hizo el silencio. El hombre miraba al frente respirando rítmicamente. La voz intervino:
–¿De mí? ¿Por qué habría de hacerme daño?
El hombre mantuvo su silencio –una estrella verde y dorada bailaba ante sus ojos. La voz continuó:
-¿Y cómo podría herirme? Adelante, Viajero. ¡Dímelo! ¡Hazlo o..!
-¿O? –sonrió este- ¿O qué cosa, amigo? ¿Ves cómo puedes dañarte a ti mismo?
-Puedo acabar contigo en este instante –susurró la voz-. Puedo desintegrate, demolerte, puedo hacer que nunca hayas existido. ¡Puedo hacer lo que quiera! ¡Soy Dios!
-Eres un Dios, Dragón. Nada más.
La tierra tembló y los muros se resquebrajaron. Gruesas piedras cayeron del techo; pero ninguna alcanzó al hombre, ahora rodeado de una suave aura violácea. Luego de un momento todo estuvo en calma.
-No quise tocarte, ¿sabes? Siempre fui el más fuerte.
-Desgraciadamente, sí.
La ciudad consistía en una calle principal cercada por miserables callejuelas. Dos edificaciones destacaban sobre las demás: el templo, rojo y dorado, repleto de fieles salvo en la cámara interna; y el palacio del cónsul, abigarrado y rodeado de guardias. Allá fueron los dos hombres. Ante el primer puesto, el más bajo dijo:
-Salud, guardia. Somos extranjeros recién llegados a esta ciudad y quisiéramos ver al cónsul. Es un asunto de suma urgencia.
El guardia los miró de arriba abajo y, sin una palabra, se dirigió a la caseta que tenía detrás. De ella emergió otro, con un par de insignias más que el primero, y tras conferenciar con este se aproximó a los extraños.
-Salud, extranjeros. ¿Para qué necesitan ver a su Señoría?
El más bajo contestó.
-Salud, jefe de guardia. Tenemos noticias para él: noticias de graves consecuencias para el Imperio. Venimos de lejos y estamos agotados. ¿Podrías dejarnos pasar?
El guardia se dio la vuelta y caminó pausadamente al interior de la primera muralla. Minutos más tarde regresó acompañado por un soldado cargado de vistosas condecoraciones.
-Salud, extranjeros. Me han informado que desean hablar con Su Señoría. ¿Es esto cierto?
El pequeño suspiró y miró a su compañero, que replicó:
-Lo es, jefe de horda. ¿A qué viene tanta pregunta?
El rostro del soldado se ensombreció.
-Estás ante un guardia del Imperio, bárbaro. Recuérdalo.
-¡Y tú estás ante mí, soldadito, así que hazte a un lado y ahórrate problemas!
Una voz en el interior del hombre se disparó:
–¡Ahora! ¡Ahora!
El hombre aprovechó la distracción y se escurrió entre los guardias, deteniendo sus golpes a medida que avanzaba y arreglándoselas para hallar un camino en el laberinto de pasillos. Parecía imposible llegar al cónsul de esta forma –pero iba a lograrlo. No había otra posibilidad.
-Pero no me has contestado, Viajero. ¿De qué planeas salvarme?
El hombre parpadeó repetidas veces.
-Déjame responderte luego, amigo. Dime antes una cosa: ¿cómo te sientes ahora?
La voz rió a carcajadas.
-¿Sentirme? ¿Cómo crees que me siento? Soy Dios, amigo: sentir no significa nada para mí. ¿Ahora? Ahora no es distinto de mañana ni de ayer –ni de hace miles de años, si me preguntas. Todo es igual para mí. No siento nada –tal vez debería decir que siento la nada, y que eso es todo lo que siento.
El otro calló mientras una leve sonrisa se dibujaba en sus labios.
-¡Prendan a ese hombre!
El pequeño soltó su espada a los pies del tribuno.
-Mírala, señor. No la he manchado con la sangre de los tuyos.
El cónsul hizo un gesto y los soldados aflojaron su presa. El hombre continuó.
-A un día de camino, en dirección a esa colina, encontrarás los restos de nuestra partida de mercaderes. Fuimos atacados por bárbaros, un millón de ellos; solamente mi amigo y yo escapamos. Lamento haber empleado este recurso, pero era vital llegar a ti, señor. Dime, ¿puedo pedir clemencia para mi amigo?
El cónsul meditó unos minutos y extendió una orden; poco después, el hombre alto entraba acompañado por tres agotados lanceros. Mostraba sólo un par de rasguños. Se enjugó la frente e hizo una reverencia al magistrado.
-Salud, señor. Larga vida al Emperador.
-Larga vida –murmuró el magistrado-. Prosigue, extranjero.
-Gracias, señor. Como te he dicho, fuimos atacados por millones de bárbaros, bien armados y alimentados, y en buena formación de ataque. Nuestra guarnición era pequeña, todos bravos combatientes; pero supimos que no ganaríamos desde el primer golpe. Conque mi amigo y yo decidimos escapar para alertarte, señor. Van tras del Imperio, ahora que está débil y envejecido.
El cónsul los miró de soslayo antes de preguntar:
-¿Por qué esa preocupación por el Imperio, extranjero? No eres ciudadano. ¿Qué deseas a cambio?
-De momento, descanso y comida para mi amigo y para mí; y más tarde, tras probar nuestro valor, quizá podamos rogarte un favor especial. Ya no es seguro ser un mercenario, señor, y el Imperio trata bien a quienes protegen sus intereses. Nada más que esto: deja que combatamos con los tuyos, de ahora en más.
El cónsul rió.
-¿Eso es todo? ¡Vaya una petición moderada! De acuerdo, extranjero. Enviaré un destacamento a inspeccionar la colina. Si tus bárbaros siguen ahí pronto dejarán de molestarnos. El Dragón Imperial es más poderoso de lo que tú crees. Ah…: una última cosa: esos bárbaros, ¿portaban estandartes?
-Sí, mi señor: la figura de un oso violeta sobre el azul del alba.
El cónsul ocultó su rostro detrás de su manga; el hombre pequeño supo que había palidecido.
-Es una buena respuesta para un Dios. Pero aún eres humano: lo siento. Puedo verte, más allá de los resplandores que te rodean. Dime, viejo: ¿cómo te sientes?
Nuevamente se hizo el silencio. Pero era un silencio diferente –más grave, casi pesado. El hombre se alegró de que terminara.
-¿Sabes una cosa, Viajero? Lo sé todo.
La voz hizo una pausa.
-Lo sé todo. Nada se me escapa, nada en lo absoluto –el aleteo de una mariposa, las esporas que explotan al salir de un hongo, la corriente de tus venas que hierve por placer y aventura. Lo sé todo.
Y no sabes cuánto me pesa.
–Despierta. Este es el momento.
El más bajo abrió los ojos y empujó a su compañero.
-¿Ya?
-Ya.
Se incorporaron y salieron sigilosamente de la habitación; se detuvieron justo antes de la primera garita.
-Bien –dijo el pequeño-: cúbrete de sombras. Nos veremos en el templo.
De repente ya no estaban –dos manchas negras y nebulosas se movían en la niebla. Nadie las vio.
Se encontraron en la primera sala. Dos monjes dormían bajo las lámparas. Las sombras continuaron, dejando atrás salas cada vez más pequeñas y hermosas, hasta llegar a la última. Una pesada cortina negra velaba su entrada. Allí, las sombras se disolvieron –los dos hombres se miraron fijamente.
-Entra, amigo. Es tu turno de jugar a Dios.
-Sé hacerlo bien, Viajero. Mañana guiaré a este pueblo a la victoria. ¡Haré correr la sangre! Y seré el Amo de la Guerra, otra vez. Pero ¿cómo justificarás mi ausencia?
-No tendré que hacerlo. Mañana, cuando el Dios hable, nadie se preocupará por nosotros. Basta: ya debes entrar. Buena suerte.
-No la necesito. Nos veremos.
El más alto cruzó la cortina. El otro se quedó afuera; extrañas y poderosas luces –verdes y doradas, rojas y llameantes- se filtraron por el tejido. Cuando todo hubo pasado, echó una mirada al interior: la efigie del Dragón, esculpida en jade con incrustaciones de oro, soltó una llamita en su dirección.
-Nos veremos… -replicó.
–Por última vez –concluyó la voz dentro de él.
Una sombra salió de la ciudad en dirección a la colina.
–Placer y aventura. Aún los desea.
El viajero calló nuevamente mientras su ceño se fruncía poco a poco.
-No –se dijo-: no puedo hacerlo así. ¡Debo decirle la verdad!
–¿Cuál es la verdad?
El viajero vaciló un momento.
-La Verdad, naturalmente: que él no es un Dios –mucho menos el único Dios. Que es un Hombre, como yo, y que debe seguirlo siendo. Que no conoce el futuro ni el pasado…
–Los conoce, pues los ha creado a su gusto. Y ¿quién dice que los Hombres no son Dioses? ¿Quién dice que El no es ahora un Dios? Placer y aventura: palpita por ellos.
-¿Quieres que convenza a un Dios de convertirse en Hombre –para evitar su aburrimiento?
–¿Y quién dice que ser Dios no es aburrido?
-¡Vengan! ¡El Dios se ha movido! ¡Dragón ha hablado!
Miles de adoradores se lanzaron al templo. El cónsul, tras superar dificultosamente la marea de fanáticos, se plantó ante el sumo sacerdote:
-Quiero ver al Dios.
El sacerdote cerró los ojos.
-Sólo los iniciados pueden entrar a la Cámara.
-¡He sido iniciado! ¡Exijo ver a Dragón!
En silencio, el sacerdote se hizo a un lado. El cónsul caminó hacia la cortina, seguido por sus jenízaros; el sacerdote se interpuso:
-Sólo tú puedes pasar.
El cónsul elevó su palma y los soldados se cuadraron. Con lentitud, hizo a un lado la cortina y entró en la estancia.
La multitud se detuvo cuando salió. Fue al altar y levantó una mano –y la multitud enmudeció. Un leve brillo, verde y dorado, jugueteaba sobre su cabeza Cuando habló, todos escucharon.
-El Dios ha hablado. El Dios ha hablado y me ha predicho el futuro. ¡Este es un día de victoria! Tomaremos Su imagen y la llevaremos al campo de batalla: y El presenciará nuestra pelea y nos enviará Su fuego para que luche por nosotros. Acabaremos con el Oso. Y el Imperio volverá a nacer, y será más fuerte que nunca, ¡y esta será su capital!
La marea humana gritó enloquecida. El cónsul levantó su mano –un destello verde y dorado emanó de su índice -y hubo silencio.
-Tomen sus armas y síganme. ¡La victoria está asegurada! ¡El Dios no miente!
-¿Por qué has callado, Viajero? Tienes una pregunta que responder.
–Placer y aventura, y aburrimiento.
-Es cierto. He venido a salvarte de ti mismo, Dragón. Eres un Dios. Como tal, te rindo tributo.
El templo rezumó satisfacción.
-Pero pienso en lo que has dicho –y lo encuentro injusto. Injusto y doloroso. Saberlo todo puede ser un castigo: creo que ya lo has descubierto.
-Pero no siento dolor.
–Placer y aventura –y aburrimiento.
-Tampoco placer, ni aventura. Eres Dios, y te rindo tributo.
Pero estás aburrido.
Las hordas avanzaban por el campo en apretada formación. Detrás, en la retaguardia, el cónsul y el sumo sacerdote compartían un palanquín –y Dragón, el Amo de la Guerra, era llevado por los esclavos de forma que dominara todo el panorama. El ejército llegó hasta un valle y se paró a una orden del corneta.
Les esperaba una hueste igual de numerosa. Los estandartes ondeaban suavemente: el Oso y el Dragón volverían a enfrentarse. Y esta vez las cosas serían distintas.
Cada tropa se arrojó en pos de su enemiga.
El ambiente se llenó de ira.
-¿Aburrido? ¿Te atreves a decir que me aburro? ¡Soy Dios, recuérdalo!
–Placer –aventura –aburrimiento.
-Cierto. Eres Dios: precisamente por eso, te aburres. El no saberlo todo es una bendición, Dragón: la bendición de los Hombres. El no saber te permite descubrir; y descubrir es acertar, y acertar es gozar. Descubrir es fracasar, y fracasar es sufrir. Y no saber te obliga a investigar –a sentirte vivo, a jugarte al límite –a probar tus fuerzas retando al Universo. Pero tú ¿qué puedes probar? El Universo mismo no puede retarte.
Nada dijo la voz.
La sangre brotó: ríos de espesa y caliente sangre –ríos que cubrieron los cadáveres y nutrieron la hierba. Aquí y allá, de vez en cuando, las tropas del Oso eran golpeadas por lanzas de fuego verde y oro –y donde eso ocurría los hombres se quemaban y las espadas se derretían. Dragón, el Dios, luchaba por los suyos Y disfrutaba como no lo había hecho hacía mucho, mucho tiempo.
La victoria estaba a pocos pasos. Y haría de cada uno una eternidad.
-¿Sabes algo? –dijo finalmente- Hace un momento no llegué a responderte. Preguntaste cómo me siento, y te dije que lo sabía todo. Pero eso, amigo mío –eso no puedo saberlo. Tienes razón: tal vez hasta Dios necesite una aventura de vez en cuando.
A medida que hablaba, la voz iba cambiando –de una presencia ubicua y retumbante a la voz de un ser humano, una profunda voz de bajo, pero emitida por una garganta y modulada por una boca. Un fornido y alto rubio salió de entre los escombros y se dirigió al más bajo.
-Está bien, viejo. ¿Qué propones?
-Te propongo ser Dragón, amigo mío. Te ofrezco ser Dios de la Guerra miles de veces, y combatir, y dominar, y vencer. Te propongo estar vivo.
-Acepto. ¿Por dónde empezamos?
-Retrocediendo, Dragón: hasta cuando aún no había un Dios como tú sobre los ejércitos.
-Adelante, pues.
Los dos hombres salieron del templo. Antes de que desaparecieran, el rubio preguntó:
-Por cierto, amigo: ¿por qué dijiste que venías a salvarme?
-¡La victoria es nuestra!
Así gritó Dragón sobre sus enemigos…
El más bajo sonrió con tristeza.
-No sólo a ti, amigo mío. Pero eres tú quien más me interesa. No te preocupes por ello. Ya no importa.
–Pero sí has venido a salvarlo. Le has dado el regalo de la muerte.
Ningún Hombre debe ser Dios.
…Y una voz más poderosa se le opuso y dio respuesta.
-La victoria es mía.
Las estrellas sobre el campo formaron una figura: la de un Oso, violeta sobre el alba, que saltó hacia el Dragón y lo hirió de un zarpazo. Este retrocedió –sorprendido, dicen algunos- e inflamó su imagen con llamas verdes y doradas. La batalla entre los Dioses fue larga –el Dragón escurriéndose como una serpiente y arrojando fuego sobre el Oso, que se cubría con sus garras y las lanzaba a su enemigo con la rapidez de un relámpago. Así como Ellos batallaban en el cielo, así peleaban sus huestes atadas a la tierra.
La batalla fue larga; pero tuvo un vencedor. Y así como el Oso, herido y veloz, asestaba el último golpe al moribundo Dragón, así caían los últimos soldados del Imperio –y una nueva Era amanecía sobre el mundo.
Ningún hombre pudo escucharlo; lo cierto es que, antes de morir, el Dragón dijo:
-¡Me has mentido! ¡Eras mi amigo, y me mentiste! ¿Por qué?
Y una voz dentro del Oso replicó:
–¿Y quién ha dicho que los Dioses nunca mienten?