En su propio terreno

Nadie es profeta en su tierra.

Esto dijo Jesucristo. O se supone; en estas cosas no cabe la certeza -al menos, no una natural.

Bueno, no dijo exactamente esto: más bien algo como “sólo en su propia tierra es despreciado el profeta”. (Mt, 13:56; Mc, 6:4; Lc, 4:24). Pero, para el caso, la primera frase basta.

Porque es errónea.

No hace falta devanarse los sesos para comprender que sólo en su propia tierra tiene lugar un profeta. Y no tanto porque necesiten de él (como el mismo Cristo admitía, de nada sirve predicar a los creyentes) cuanto porque él necesita de ellos. La función del profeta es llamar al arrepentimiento, devolver a los infieles al buen camino; lo cual requiere, evidentemente, que se hayan apartado de él en primer lugar.

Con lo que caemos en la paradoja. El profeta, egregio heredero del Bien, tiene únicamente sentido en un medio podrido y malevolente: la Virtud se nutre del Pecado.

Así pues, cuando el Pecado se expía, ¿a dónde huye la Virtud?

Los Infortunios de la Virtud

Naturalmente, el propio profeta no es –ni puede ser– consciente de esto. Su vida es simple, líquida y segura: tanto como la mosca y la araña, la luz y la polilla. Gravita en torno a una pregunta, una sola –urgente, inexpugnable y abrasadora:

¿Por qué no lo ven?

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