(Hay dos razones para suicidarse: que el mundo sea absolutamente impredecible o que no encierre ninguna sorpresa posible.
No: hay tres razones. Y la tercera es un intento de anticiparse al futuro, de unir el ayer con el mañana de un modo novedoso: lo cual es la esencia de la vida orgánica, la “autopoiesis”.
Este ensayo desarrolla este argumento).
El asesino se mata a sí mismo una y otra vez;
el suicida nos mata a todos.
Ursula K. LeGuin, El Nombre del Mundo es Bosque
Preguntas sin salida
¿Por qué se quita una persona la vida? ¿Qué puede llevarla a cometer un hecho tan terrible y delirante?
Así planteadas, estas preguntas resultan engañosas; suponen demasiado y ofrecen demasiado poco. Suponen, para empezar, toda una teoría de la acción humana; un punto problemático en el que reinan la confusión y el debate. O más bien dos teorías: una, la de que la acción humana es siempre intencional, teleológica; y otra, la de que se deriva de condiciones que le son esencialmente ajenas –restricciones sociales, económicas, culturales.
Y ofrecen, por su parte, respuestas parciales y fragmentarias. No es difícil imaginar que cada suicida tiene una intención particular y concreta; de hecho, la práctica clínica da cuenta de ello. Hay los que intentan castigar a sus seres queridos y los que tratan de ahorrarles un mayor sufrimiento; los que quieren pasar a mejor vida y los que desean acabar para siempre con la suya. Y ¿qué, si algo, pueden tener en común todas estas motivaciones?
De otro lado, se sabe (al menos desde Durkheim y su clásico estudio) que ciertas condiciones parecen aumentar o reducir la probabilidad del suicidio (o, más rigurosamente, su incidencia en una población dada): la edad, la pérdida de la pareja, el abuso del alcohol o ciertas drogas. Pero si es así, si el “sufrimiento” o la “desintegración de la sociedad” causan el suicidio, ¿cómo es que no toda la gente que sufre o se distancia de su grupo de referencia intenta quitarse la vida?
Si las aceptásemos tal cual, estas preguntas nos conducirían al extravío. No: es preferible partir de un punto más distante –y, a la vez, más profundo; un punto que, aunque prima facie irrelevante, puede ayudarnos a desentrañar el sentido del acto suicida y a elaborar algunas conclusiones en torno a él. Porque, como gustaba de señalar Chesterton, es sólo tras dar la vuelta al mundo que uno consigue conocer su propia casa.
El valor del sacrificio: Confucio
Hay un paralelismo, llamativo y poco corriente, entre los escritos sagrados de dos culturas por lo demás disímiles: las Upanisads hindúes y las Analectas confucianas. El capítulo tercero de las Analectas discute el tema del sacrificio. El texto confuciano en cuestión es claro y transparente –y sin embargo profundo:
“Alguien le preguntó a Confucio el significado del Gran Sacrificio. Confucio respondió: «Yo no lo sé, y quien lo supiera –dijo mientras se señalaba la palma de la mano– pensaría que el mundo es tan fácil de gobernar como esta superficie»”.
Es preciso aclarar brevemente las ideas confucianas acerca del hombre y la sociedad. El problema fundamental de Confucio y de buena parte de la tradición china no es la verdad o la belleza sino lo social. Inmerso en un conflicto sin término entre reinos combatientes, consciente de la miseria y el sufrimiento debidos a la guerra, la violencia y la anarquía, Confucio no se pregunta “¿cómo alcanzar el conocimiento indudable?” o “¿cuál es la naturaleza de lo bello?” sino ¿cómo conseguir la paz en un Estado? Es, por consiguiente, un pensador eminentemente político.
Partiendo de la premisa de que el ser humano no es ni bueno ni malo por naturaleza (más aún, de que por naturaleza no es nada), Confucio concluye que es la cultura, el pertenecer a una familia que forma parte de un estado, lo que define sus metas y el modo en que se las procura. Es un ser de costumbres.
Las costumbres, los ritos, organizan al pueblo a su alrededor; su adecuado cumplimiento por parte del Hijo del Cielo (el príncipe) se erige en ejemplo inapelable para todos los habitantes del reino, elaborado en términos de una serie de paralelismos: el Cielo es a su Hijo como éste a sus ministros y como el padre de una familia a su hijo mayor. (El I Ching o Libro de las Mutaciones abunda en este tipo de ecuaciones). Entre las costumbres más importantes se encuentran la música (dice Confucio en otro pasaje que basta con escuchar la música de una corte para diagnosticar el estado del pueblo) y los ritos, de los cuales el primordial es el sacrificio.
Con lo dicho basta para intuir el papel que el sacrificio cumple en el sistema confuciano. Su adecuada realización (extremadamente compleja y minuciosa, como entre los egipcios y los hindúes) asegura el bienestar del mundo regulando las relaciones entre el Cielo, la Tierra y el Hombre; su inobservancia engendra un desequilibrio invariablemente fatal.
Mas hay dos detalles todavía oscuros. La frase reza: “quien fuese capaz de comprender el significado del sacrificio sería capaz de gobernar el mundo como la palma de su mano”. Lo que hemos comprendido es su importancia, su valor, pero no su significado; y ninguna otra parte de las Analectas nos sería de ayuda. Cabe también resaltar la distinción establecida entre el sacrificio mismo, en cuanto acto, y su significado: entre la acción y su sentido.
El sentido del sacrificio: las Upanisads
La misma distinción se encuentra entre las partes más antiguas de los himnos védicos y las más modernas (llamadas Upanisads). Y, a diferencia de Confucio, los Vedas sí que describen el significado de los sacrificios; más aún, dedican un himno tras otro al tema.
La cosmología védica es (para usar un término de Peter Munz) emanacionista. La tradición judeocristiana imagina que un Dios omnipotente ha creado el universo de la nada; creador y criatura permanecen eternamente separados, y es éste abismo el que el rito y el mito pretenden atravesar (1). Para los védicos, en cambio, el universo no ha sido creado; ha nacido de la división del cuerpo de un Dios que se ha inmolado a sí mismo de diversas maneras.
A cada visión corresponde una idea distinta de las dificultades típicas de la vida religiosa y de las maneras de resolverlas. El drama fundamental de la Biblia es la separación entre Dios y su pueblo, entre creador y creación. La historia del pueblo judío es un relato de traiciones, arrepentimientos y nuevas traiciones; el pueblo ignora u olvida a Yavé, adorando falsos dioses o ignorando sus mandamientos. La solución es siempre la misma: un profeta que los amenaza con terribles castigos, una sucesión de calamidades y la vuelta al redil de las ovejas arrepentidas. Lo mismo, a menor escala, ocurre en la vida moral de cada individuo. El mensaje es simple: el mayor peligro en la religión judeocristiana es distanciarse de Dios y sus designios; cuando esto ocurre es preciso hacer un sacrificio, una ofrenda, que restituya la relación primaria, teñida de sumisión. El sacrificio máximo, que inaugura una nueva era y una nueva Alianza, es el que se conmemora en la Eucaristía: el Dios que se entrega por los pecados de sus criaturas. Se hace hincapié no en la comprensión del acto sacrificial –pues el ritual eucarístico no se vicia por la ignorancia de los fieles– sino en su realización.
El sacrificio védico también reconstruye un acto originario in illo tempore y restituye así el orden cósmico. Pero no es la ofrenda y el renacimiento de la relación creador-creado lo que se restituye, sino el acto que dio inicio al cosmos mismo, cuando diversos dioses –Agni, Soma, Prajapati– se inmolaron dejándose dividir en fragmentos que constituyen el Universo tal como lo conocemos. He aquí la médula del drama religioso hindú, el Dios que se destruye a sí mismo para hacer surgir a todos los seres. El peligro no consiste en alejarse de la divinidad –tal cosa es imposible– sino en olvidar que se es parte de ella; en el sacrificio, pues, se reúnen los pedazos del Dios sólo para ser dispersados otra vez, y se recuerda a quien lo efectúa, de manera tangible, su esencial divinidad.
Las porciones más viejas de los Vedas enfatizan la práctica del rito sacrificial. Este énfasis va desapareciendo gradualmente (a partir de una escalera de analogías entre el sacrificio y las funciones psicofisiológicas del ser humano: el Fuego que consume la ofrenda es el habla humana, el Sol es el ojo, etc.) hasta que, en la Garbha Upanisad, se afirma que el sacrificador puede ejecutar el acto por sí solo y mediante su propio cuerpo, que contiene todos los elementos necesarios. Mas hay una condición imprescindible: sólo quien comprende la verdadera naturaleza del sacrificio se beneficia de éste y se libra de la muerte.
Y ¿qué es lo que hay que comprender? Simplemente, que no hay abismo entre ofrenda y sacrificador, entre divinidad y criatura; que, en último análisis, la víctima del sacrificio y el sacrificador son uno y el mismo; y lo que éste ofrenda es, a la postre, su propia vida en tanto aislada del resto del cosmos; o sea, su ilusión de separatividad. Así, aquél que sepa que el soma es el Yo [Atman] y el fuego en que es vertido la Consciencia Universal [Brahman], ése obtendrá los bienes auténticos del sacrificio. Más aún: aquél que sabe que las etapas de la vida humana son como las etapas del sacrificio no necesita practicarlo, porque con esa consciencia, su misma vida se convierte en un sacrificio, se torna sagrada.
Vida y muerte: sacrificios originarios
Hemos llegado al final de este prolongado exordio y alcanzado el secreto que anhelábamos; la última frase nos brinda una pista. Tanto para Confucio como para los “sabios del bosque” hindúes, aquél que conoce el sentido y el valor del sacrificio hace de su propia vida una ofrenda sagrada. Vida y muerte no son, para él, opuestos, sino complementarios: la muerte otorga significado a la vida y viceversa. Guardan entre sí la misma relación que el clímax de una obra a la obra en su totalidad, o el techo de una casa a la casa en sí. Y es ésta relación la que entra en juego en el acto suicida, en dos direcciones opuestas: o bien para afianzarse de manera absoluta, o bien para escindirse sin esperanza.
Las muertes sacrificiales son suicidios constituyentes: en ellos, la muerte no es un final sino un principio. Para quien comprende el sentido del sacrificio, y por ende de la existencia, la muerte no es una ruptura sino una continuación. Y no literalmente (la preservación de la existencia individual puede estar ausente) sino narrativamente: la muerte sacrificial continúa sin fracturas la temática que ha primado en el drama de la vida. En nuestro viaje hemos sobrevolado un ejemplo, el de Cristo, al que podríamos añadir el de Sócrates (2). Ambos decidieron acabar con sus vidas –o, más bien, se negaron a eludir la muerte que les esperaba; y con esto, en vez de evitar el futuro, se abalanzaron valiente y noblemente en su búsqueda. Sus desapariciones no destruyen, porque fundan; no rehúyen, más bien buscan.
Sacrificios que destruyen y sacrificios que construyen
Contrastemos estos suicidios magnos con otros dos, casi igual de célebres: el que Hamlet vaciló en efectuar y el que Ofelia decidió inflingirse. La escena primera del acto tercero de Hamlet, Príncipe de Dinamarca recoge el que probablemente sea el monólogo más famoso de la historia:
¡Ser o no ser; he aquí el problema! ¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir…, dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término para ser devotamente deseado! ¡Morir… dormir! ¡Dormir! ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo! Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida.
[…] Así, la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes; y así, el motivo de la resolución se torna enfermizo bajo los pálidos toques del pensamiento, y empresas de grande aliento e importancia, por esta consideración, tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción…
Hamlet, el débil y enfermizo heredero de la corona de Dinamarca, sufre presa de pasiones contrapuestas. Desea castigar a su madre y a su incestuoso tío –y el fantasma de su padre apremia su sentimiento de culpa; pero teme fracasar y perderlo todo, incluso la vida, en el intento. Su futuro ya ha sido determinado: ha de contraer nupcias con la bella Ofelia y tragarse la infamia sin rechistar. Desgarrado por su dilema, sopesa la solución final, el suicidio. No lo comete, afortunadamente para él y nosotros los espectadores; pero, de haberlo hecho, ¿hubiera sido un sacrificio –en el sentido antedicho?
Evidentemente, no. Hubiese sido una huida; y, de hecho, es tal su necesidad de huir, de evitar, de oponerse, que decide no matarse por temor –por escapar de un destino quizá imaginario pero siempre inquietante. Su muerte, en lugar de construir, habría destruido; en lugar de concordar con la narrativa predominante de su vida la hubiese distorsionado –como una nota falsa en el último movimiento de una sinfonía. Tal vez sí hubiese sido un sacrificio, en cierta medida: Hamlet se hubiera inmolado en honor a la memoria de su padre y para castigar a sus asesinos, incestuosos e intrigantes. Pero hubiera sido uno destructivo, producto más de la angustia del momento que de la convicción de toda una existencia. Idéntico acto, opuesto sentido: Hamlet no santifica su vida; y tampoco lo hubiera conseguido quitándosela.
Ofelia, por el contrario, sí se atreve a quitarse la vida; y, también en contraste con Hamlet, lo hace de manera sacrificial. Ha comprendido por fin los dolores que padece su amado, la índole ficticia de su locura, la encrucijada en que se halla atrapado; y, en un acto sublime de renuncia y sabiduría, lo conmina simbólicamente a dejar sus cavilaciones y actuar de una vez por todas. Tenemos noticia de esto por dos detalles: la tranquilidad con que se arroja a las aguas (“cantaba estrofas de antiguas tonadas, como inconsciente de su propia desgracia”, afirma la Reina al relatar la tragedia) y la reacción violenta de Hamlet al enterarse de que es ella a quien están enterrando; reacción que responde a sus sentimientos, ahora auténticos:
Yo amaba a Ofelia: cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían, con todo su amor junto, superar el mío.
“Yo la amaba… y se ha matado por mi causa”. Así piensa Hamlet, y así se lanza en cuerpo y alma a orquestar su venganza. La muerte de Ofelia, por ende, ha sido constructiva: es el empujón que inicia el movimiento, lento pero inexorable, de las ruedas de la Justicia. Llena de amor en su vida, ha muerto por amar.
Vida y muerte: aspectos del sentido
Hasta aquí, pues, el sentido último de la vida y su relación con la muerte y el sacrificio desde una perspectiva tradicional (tan afín a la masonería). Pero ¿podemos penetrar más profundamente en él, establecer distinciones aún más precisas?
Quizá sin saberlo, algunas vertientes de la tradición occidental se han aproximado, cada una a su manera, a este misterio. Podemos centrarnos en cuatro de ellas y resumir brevemente sendos conceptos fundamentales.
A. Seguridad ontológica: R. D. Laing, un psiquiatra versado en la filosofía existencial y crítico de la psiquiatría tradicional (miembro de la llamada antipsiquiatría), define por primera vez una sensación vaga y elusiva que diferencia a los llamados “psicóticos” (y quienes presentan trastornos limítrofes de la personalidad) de los llamados “normales”; una sensación tan ubicua que sólo salta a la vista contemplando su ausencia. Consiste, sencillamente, en sentirse siempre uno mismo: comprende el sentimiento permanente y profundo de ser alguien, de tener y merecer un lugar en el universo físico y social, de ser reconocido, respetado y amado por otros. Quien posee “seguridad ontológica” se ve a sí mismo como el centro del cual emanan sus acciones; controla sus movimientos, se reconoce en un espejo a lo largo del día y de toda una vida, se sabe actor (y no mero espectador) del drama de su existencia. Quien carece de ella, el psicótico (y en mayor o menor medida todos nosotros) siente que no es nadie, que está vacío; que no es real, con distintos acentos: se vivencia como máscara, como títere, esclavo del momento o de los otros; no puede diferenciar y categorizar sus propias emociones o estados mentales (3); puede incluso sentir, y concluir, que no existe, que es un robot o una máquina. Muchos esquizofrénicos refieren vivirse como cáscaras huecas, como títeres, marionetas o robots; son experiencias más o menos frecuentes, también, mediada la adolescencia, cuando la seguridad ontológica (cuyas bases descansan en la recurrencia, organización y éxito de la relación bebé-cuidadores) debe acoger elementos nuevos e inquietantes. La seguridad ontológica, en conclusión, remite a la sensación (y no el concepto) de un yo que antecede y subyace a la conducta.
B. Identidad: un término manido y polifacético, inventado por Erik Erikson, un psicoanalista formado con Anna Freud y que trabajó con Gregory Bateson y Margaret Mead. Se refiere (tal como él la emplea) a “sentirse más completamente uno mismo, y esto en búsquedas y papeles en que también uno significa más para algunos otros, los que han llegado a significar más para él”. Se introduce así un cambio de énfasis: se trata de una relación, no sólo de un estado mental. Hay un otro, del cual uno depende y que depende de uno. En otras palabras, hay compromisos con alguien aparte de uno mismo; se abre la posibilidad del fracaso, de desengañarse del otro o defraudarlo a su vez; y la de renegociar, y redescubrir o redefinir, tales compromisos.
Ciertamente, se presupone la “seguridad ontológica”: hay un modo de “sentirse uno mismo”, una serie de cosas más próximas a uno que otras, más consistentes con lo que uno “es”. Pero, por otro lado, este “es” tiene un carácter dinámico: surge en la interacción entre los compromisos que uno asume y su desempeño en ellos, a los ojos propios y de los demás –así como la “seguridad ontológica” nace en el crisol de las insinuaciones, respuestas y contraréplicas entre niño y cuidador. Tenemos, pues, sensación de ser uno mismo más relaciones significativas dentro de las cuales tal sensación cobra valor.
C. Proyecto: en la psicología existencialista de Victor Frankl, la única manera de asumir la “finitud” y afrontar la angustia última es abalanzarse al futuro mediante un proyecto –que no un “plan”: mediante una búsqueda, un camino, con el cual uno se siente relativamente identificado –que no necesariamente “cómodo”. Esto añade todavía otro elemento: el tiempo, entendido como precondición de la existencia humana; el tiempo, el cambio y la muerte. Así, para dotar de sentido al tiempo, para humanizarlo, hay que acogerlo, lanzando una especie de caña de pescar al mañana; hay que asumir compromisos con los otros, existir en un mundo humano, social, vital, donde cada acción cobra sentido a la luz del proyecto que la engloba (y que no tiene por qué ser consciente o verbalizado). En suma, Frankl nos brinda el factor de la trascendencia.
Anticipación: abalanzarse al futuro
Y si algo es cierto, es que el suicida, el suicida propiamente dicho, ha reducido su tiempo a la mínima expresión: para él, sólo tienen sentido el ahora y aquí –y un sentido evanescente, desconectado de todo lo demás.
Es en este punto, es alcanzada esta absoluta falta de realidad, de inmersión en el mundo de los seres humanos, que la persona elige suicidarse. Puede, nuevamente, que sea un acto sacrificial: pero a falta de seguridad ontológica, de identidad y de proyecto –a falta de una existencia santificada en virtud de su sentido, el acto pierde todo aspecto sacrificial excepto el de la desesperanza.
Mas hay dos tipos de desesperanza –así como hay dos maneras de humanizar el tiempo; y para esto nos hace falta el cuarto y último concepto, el de anticipación.
George Kelly fue un precursor de la psicología contemporánea: publicó, alrededor de 1950, una obra en la que era la búsqueda de sentido –y no la satisfacción de los deseos, a la manera psicoanalítica, o el seguimiento de refuerzos, a la conductista– la lógica fundamental de la vida (y no sólo la humana). “La vida es una forma de movimiento”, afirma; “por tanto, no es necesario explicar por qué actúan los seres vivos, sino qué dirección toma su actividad”.
La vida, por ende, consiste en la anticipación: el esfuerzo permanente de adelantarse a los acontecimientos por medio de la propia actividad. No se trata de un hecho consciente o verbal: por el contrario, permea toda posible acción –porque se encuentra materializado en la estructura de los organismos. El levantarse de una silla presupone la atracción de la gravedad y la resistencia del suelo; por más que no pensemos en ello, nuestro cuerpo lo ha previsto –y es por eso que no necesitamos pensarlo. Todo conocimiento es anticipatorio y relacionado con la vida práctica, sugería el pragmatismo; Kelly da un paso más y postula que la esencia de la vida misma es la anticipación –por consiguiente, el conocimiento.
En el concepto de anticipación se funden los tres anteriores; o, más bien, forman una masa homogénea e inextricable. La seguridad ontológica requiere la posibilidad de reconocerse a uno mismo día tras día por encima de los cambios y supone la convicción de que tales cambios no afectarán ese núcleo mítico e imaginario que es el yo; esto es, implica anticipar una permanencia que subyace a lo contingente. Dado que este yo se construye a partir de la interacción, y dado que dicha interacción termina por adoptar una serie finita de derroteros relativamente predecibles (4), es menester anticipar las configuraciones posibles de las interacciones en las que reconocemos y somos reconocidos; esto es, las identidades que entran en juego en el teatro de la sociedad. En el caso de los seres humanos, la finitud también debe anticiparse; y la estructura que cristaliza esta anticipación, los mecanismos que utilizamos para conducirnos hacia la muerte, son el proyecto con el que nos lanzamos al mañana.
Caos y dogma: dos maneras de abalanzarse al futuro
Pues bien, la anticipación somete al ser vivo a dos peligros contrapuestos pero interdependientes: el caos de la irrepetibilidad absoluta (que acaba con la permanencia materializada en el ser vivo y por tanto con la anticipación) y el dogma de la absoluta repetición (que da al traste con el cambio y la variedad propia de la vida y, a la postre, con la anticipación). El ser –célula, animal, persona– está condenado a oscilar entre ambos polos, a mantener su estructura acogiendo los cambios. Si éstos lo desbordan, el ser se disuelve y muere; pero si dejan de surgir, se inmoviliza –y muere también. Como recuerda el Libro del Tao, la vida es suave y flexible, la muerte, dura y quebradiza.
A cada peligro corresponde un tipo de desesperanza: “nada será igual”, en el primer caso, y “nada ha cambiado”, en el segundo; el desorden y el estancamiento; ambas buenas razones para quitarse la vida. ¿Para qué esperar al final del torneo cuando ya sabes el resultado?; y ¿para qué, si sabes que no hay resultado posible –que las reglas cambiarán sin orden ni concierto?
Hay, pues, dos clases de acto suicida: el que procura instaurar la última certeza, la muerte, en un universo fragmentario, aleatorio e incomprensible; y el que intenta escapar de la certeza por medio de un juego de azar final. Dos clases que remiten, en el fondo, al intento de humanizar el tiempo, de abalanzarse al futuro, de unir trascendencia e inmanencia.
Conclusiones: anticipación, sacrificio y sentido
O tres: las que hacen este intento y las que, de verdad, lo consiguen. Cristo y Sócrates se suicidaron, si hablamos en rigor; pero ¡cuán distintos sus suicidios de los del común de los suicidas! ¡Cuánta distancia media entre sus actitudes, sus razones para actuar, y las que casi impulsan a Hamlet a quitarse la vida! Porque sus suicidios no eran formas de escapar de la prisión del instante, de la certeza absoluta de una rutina invariable y agobiante o la incomprensión absoluta del galimatías universal; al contrario, fueron sus modos de insertarse aún más en su universo, de lanzar sus apuestas al mundo, de trascender, de anticipar. Había cosas más importantes que sus vidas individuales. Huyendo, hubiesen desmentido estas cosas –la “verdad” o la “justicia”, en el caso de Sócrates; el amor y la omnipotencia divinas, en el de Cristo; dejándose matar, suicidándose, las hacían miles de veces más fuertes.
Y anticipaban. Porque sin Sócrates, ¿hubiese habido un Platón o un Aristóteles? Y sin ellos, ¿cómo sería la filosofía occidental? Y sin Cristo… Esto es más discutible, en esta asamblea. Mas lo innegable es que sus suicidios ejemplares modificaron irremediablemente la historia del mundo; y que los suicidios por desesperación sólo lo consiguen por azar.
Por ende, podemos decir, saliéndonos de la nosología, que el suicidio tal cual es la expresión más absoluta de la desesperanza, de la certeza total o la incertidumbre total: de la existencia de un proyecto que nos es odioso, o de la carencia de todo proyecto; de la obligación de vivirse a uno mismo en términos de máscaras poco acogedoras, o de la inexistencia de toda máscara, de toda individualidad, de todo yo; de la consciencia de que la “doble contingencia” ya no es nada contingente, sino mecánica y simplista, o de que, por el contrario, ya no es doble, sino que gira en el vacío. Es un acto sacrificial, a veces con sentido, a veces sin él.
- En el caso del cristianismo, la separación inicial se reafirma en el mito del Jardín del Edén y la teoría del “pecado original”. Recuérdese, también, la típica etimología atribuida a la palabra “religión”: religare, “volver a unir”.
- O el de Hiram Abif, aunque posea connotaciones un poco distintas: el fundador mítico de la orden se sacrifica para evitar que le arranquen los secretos de manera forzosa.
- Habilidad llamada “metacognición”.
- Vemos aquí el “teorema de la doble contingencia” de Parsons, o el “sentido” de Luhmann; y, de otro lado, en matemática, el progresivo ordenamiento de los procesos estocásticos.