Qué es, y qué no es, supervisar
La mayor parte de terapeutas coincidirían en que la supervisión es una práctica inseparable de la terapia misma; en que es indispensable contar con supervisiones periódicas o, al menos, supervisar los casos en los que el terapeuta se ha atascado. Asimismo, prácticamente todos y todas han debido recibir alguna forma de supervisión a lo largo de su formación o acreditación; y un porcentaje no menor habrá tenido que supervisar a colegas menos expertos en distintos contextos institucionales o pedagógicos.
Sin embargo, esta coincidencia encubre un problema crucial: la falta de acuerdo con respecto a qué constituye una supervisión propiamente dicha, no digamos acerca de cómo debe realizarse. Es a este problema que he dedicado mi “Guía Integral de Supervisión en Psicoterapia” (2020; Madrid: Morata), cuyas ideas principales sintetizo en este texto, empezando por una definición transteórica, que traspasa las fronteras de los enfoques y diferencia la supervisión de otras actividades con las que a menudo se confunde:
La supervisión es un proceso destinado a auspiciar el desarrollo del terapeuta en el ámbito profesional, por medio del diálogo reflexivo en torno a las inquietudes que éste presenta sobre los casos y temáticas con las que va tropezando a lo largo de su práctica.
(Laso, 2020, p. 48).
Una primera consecuencia inesperada de esta definición es que la inmensa mayoría de (las que se asumen como) supervisiones en realidad son meros asesoramientos. En efecto, la diferencia más importante es la que media entre asesorar y supervisar, ya que se asesora el caso pero se supervisa al terapeuta. Si el supervisor se limita a elucidar las dificultades del caso y sugerir lecturas o intervenciones puede estar asegurando que el supervisado atienda adecuadamente a su paciente pero no propicia su desarrollo, con lo cual desaprovecha una oportunidad de oro para motivar su crecimiento profesional. Es sorprendente que esta distinción esté prácticamente ausente de la literatura especializada1 y que, en consecuencia, casi todos los supervisores operen a la postre como asesores.
Qué es, y qué no es, hacer terapia: los niveles de desarrollo del terapeuta
Pero ¿qué pasa si la supervisora está velando por que el supervisado aprenda a ejecutar correctamente una técnica? Podría argumentarse que esto contribuye al desarrollo de este último y que, por ende, esta actividad es una auténtica supervisión. No es así, y es aquí donde entra la segunda idea fundamental del libro que rescato en este resumen. Porque la terapia no consiste en la mera aplicación de técnicas; o mejor dicho, la concepción de la terapia como la aplicación de técnicas “sobre” (o incluso “con”) un paciente o consultante es la más básica y primitiva de todas, la que caracteriza a los y las principiantes.
Del mismo modo, reducir la supervisión a vigilar que las técnicas se aprendan bien es cortar las alas del supervisado –y también del supervisor. Para convertirse en terapeuta no basta con que el aprendiz aprenda a actuar como tal; ha de pensar como terapeuta, relacionarse con los consultantes como terapeuta –y, eventualmente y merced al esfuerzo y la experiencia, experimentarse como un terapeuta. Cada uno de estos aspectos constituye uno de los peldaños en la maduración de la terapeuta en cuanto tal; o, como lo expongo en el libro, todo terapeuta se desarrolla a través de cinco niveles, definidos por la complejidad relativa del concepto con el que entiende el proceso de hacer terapia (véase Figura 1: Niveles de desarrollo del terapeuta).
A cada uno de estos niveles le corresponde:
- un concepto vertebrador, que es el modo en que la terapeuta alcanza a entender lo que es hacer terapia;
- una pregunta identificadora, que es la forma en que dicha terapeuta tenderá a plantear sus inquietudes y dificultades sobre el caso en una supervisión;
- una pregunta facilitadora, que sintetiza el tema que ha de abordar el supervisor para propiciar el desarrollo de la supervisada en función de su nivel2.
Así por ejemplo, una terapeuta es principiante porque entiende la terapia como la aplicación de técnicas a un paciente con el fin de ayudarlo a cambiar sus conductas problemáticas (o esquemas, o emociones desadaptativas, o patrones empobrecedores, etc). El hecho de concebirla así hace que, cuando un consultante no responde “como debería” a las técnicas empleadas, la terapeuta lo viva como un caso “difícil”; y que, puesta a supervisarlo, pregunte al supervisor alguna variante de “en esta situación ¿qué debo hacer?” (o sea, la “pregunta identificadora”).
Cómo supervisar de verdad: los niveles de desarrollo y las preguntas facilitadoras
Para propiciar el desarrollo de esta supervisada, el supervisor ha de plantear, a su vez, alguna variante de la “pregunta facilitadora”, que en este nivel es: “¿Qué técnicas has empleado y con qué objetivos?” Esta pregunta está calculada para aupar su reflexión al siguiente nivel de desarrollo, la teoría o conceptualización del caso. Para elegir una técnica en primer lugar, la terapeuta debe haber abrigado alguna suerte de teoría sobre el caso o la problemática ante la cual era la técnica la “solución”; pero la abriga de forma tácita, preverbal, por lo que no es capaz de articularla y mucho menos de corregirla cuando se estrella con un obstáculo. La pregunta facilitadora, pues, la invita a verbalizar su teoría tácita del caso; esto es, hace germinar la semilla del siguiente nivel de desarrollo ya implícita en la mente de la terapeuta (como ocurre con todos los sistemas evolutivos). Concomitantemente, cada uno de los niveles contiene el germen del que le supera, el cual es evocado por medio de la correspondiente pregunta facilitadora (como se amplía en Laso, 2020), la cual da cuenta del contenido de la supervisión, el “qué”.
Mas ¿qué pasa con el “cómo” de la supervisión? O lo que es lo mismo, ¿cuál es el proceso por el cual el supervisor la realiza? Como he insinuado en el ejemplo, el método que caracteriza a una auténtica supervisión es el diálogo reflexivo. Lo que hace germinar las semillas de la evolución es que la terapeuta se vuelva capaz de pensar críticamente acerca de su propio pensamiento –y, por extensión, de relacionarse consigo misma de una manera crítica a la par que compasiva; esto es, lo que Sócrates descubriera hace veinticinco siglos y nos legara, por intermedio de Platón, bajo el nombre de “dialéctica”. La supervisión es inseparable del diálogo reflexivo, el cual consiste en una cadena de preguntas (que buscan articular lo tácito o aumentar su precisión) y respuestas (que articulan, siempre tentativa y progresivamente, cada peldaño de la escalera de pensamiento del supervisado).
En el libro (Laso, 2020, p. 117 y ss.) analizo en profundidad la estructura del diálogo reflexivo (en términos de los tipos de actos de habla que lo componen) y propongo principios para conducirlo con éxito; baste para el presente resumen con indicar que la supervisión debe hacerse a medida del supervisado y que dicha medida es el nivel de desarrollo en que se encuentra.
¿Qué se necesita para supervisar? O ¿quién puede hacerlo?
La última consecuencia que abordo en el presente texto es que para ser capaz de supervisar hay que haber alcanzando, como mínimo, el tercer nivel de desarrollo; por debajo de éste no se puede sino asesorar. El motivo es obvio y se deriva del funcionamiento de los primeros dos niveles. Un principiante conceptualiza la terapia como la aplicación de técnicas o, a lo sumo, secuencias de técnicas, cada una pensada para “resolver” diferentes problemas que se interpretan como separados entre sí; por ende, no puede sino ver los casos presentados por los supervisados como otros tantos “problemas” a los que hay que “aplicar” la técnica de elección según el manual de turno, y no puede sino sugerir a los supervisados que empleen tal o cual técnica y revisen tal o cual protocolo. Quien todavía no sabe reflexionar no puede enseñar a otros a hacerlo: según el viejo principio filosófico, “nadie da lo que no tiene”.
En cambio, quien se halla en el segundo nivel, el practicante, ve los casos como instancias de las teorías o modelos; es decir, cuando mira al paciente “ve” un esquema desadaptativo de defectividad o evitación, o “ve” un déficit de metacognición, etc., en función de su teoría preferida. En efecto, este nivel le otorga más capacidad de abstracción que el anterior, fijado como estaba en las técnicas; mas esta abstracción ocurre a costa de la subjetividad del paciente, el terapeuta y él mismo qua supervisor porque sólo puede vincularse con ellos en tanto que representantes de las teorías, no como personas de pleno derecho. Si en el primer nivel el principiante no logra escapar de la especificidad de este problema, este trastorno, este síntoma, en el segundo el practicante está preso de las abstracciones con las que intenta explicar el problema, el síntoma o el trastorno. Por encima de todo no alcanza a verse a sí mismo como participante: en el problema en la medida en que colabora con el paciente para disolverlo, en la red de apoyo de éste en la medida en que no es sino uno más de los recursos a que apela en su búsqueda de sanar, en la sociedad cuyas desigualdades e injusticias perpetúan este tipo de síntomas en los grupos vulnerables, etc. Ciego a lo que se instaura en el tercer nivel, la relación, el practicante elevado a supervisor no se percata del vínculo entre el supervisado y el paciente o, peor aún, entre el supervisado y él mismo como supervisor; no alcanza a sentir en su experiencia emocional los ecos de la vivencia del supervisado y mucho menos de su paciente. En consecuencia, se limita a corregir su conceptualización del caso o proponer una teoría más apropiada sin comprender que la relación engloba la teoría y la técnica y que, por ende, cuando está viciada no hay técnica que valga ni teoría que se aplique.
En definitiva, sólo se puede supervisar si se es terapeuta, o sea, si se ha incorporado la vivencia de la relación a la forma de conceptualizar los casos y ejecutar las técnicas. Supervisar exige, pues, más que dominar los manuales o entender las teorías: exige darles cuerpo en la propia subjetividad.
Y ¿si (aún) no puedo supervisar?
No quisiera, sin embargo, concluir este resumen en una nota triste. Ciertamente, principiantes y practicantes no pueden supervisar pero sí que pueden asesorar: en co-visión, o sea, grupos colaborativos de iguales si se trata de principiantes, o asesoramiento a principiantes si se trata de practicantes. Pueden apoyarse entre sí o a otros terapeutas a ejecutar correctamente las técnicas y corregir sus formas de entender o teorizar los casos; pueden, además, identificar los obstáculos en que se han atascado en un caso en concreto y, al menos, ensayar maneras más conscientes y reflexivas de abordarlos. Sus inevitables carencias de experiencia y conocimientos pueden hasta cierto punto subsanarse haciendo uso del mapa del asesoramiento que presento en la p. 176 del libro (Laso, 2020).
En efecto, años de asesorar y supervisar me han convencido de que, a lo largo de nuestra evolución e independientemente de nuestro enfoque, la ingente mayoría de terapeutas tropezamos casi siempre con las mismas piedras que desvían o interrumpen nuestros esfuerzos. Por ejemplo, casi ningún principiante es capaz de elaborar las demandas de sus consultantes de manera eficaz, general y mutuamente satisfactoria; se atasca, pues, en quejas mal formuladas, condenándose a derrochar una sesión tras otra en la persecución de quimeras. Asimismo, casi ningún principiante y pocos practicantes saben a quién convocar a sesión o a cuál de los otros significativos del consultante pedir apoyo, en función de los objetivos terapéuticos momento a momento; terminan, por ende, tocando los temas equivocados con las personas incorrectas y dedicando varias sesiones a lo que podría haberse resuelto en una o dos.
El mapa del asesoramiento es, así, un diagrama de flujo de los puntos de inflexión más habituales en los procesos terapéuticos;o, dicho de otro modo, de los obstáculos más comunes en la terapia, ordenados por frecuencia y complejidad. Principiantes y practicantes (o terapeutas más avanzados que se hallen pasmados por algún caso) pueden usarlo como “lista de comprobación” (checklist) para evaluar su progreso en un caso determinado o como herramienta diagnóstica para individualizar el punto concreto en que se han estancado y cómo salir de él. Todos estos usos, y varios más, se describen en el libro (p. 148 y ss). El mapa del asesoramiento no es, desde luego, una herramienta que asegure el éxito de una terapia ya que ésta depende de infinidad de factores, muy pocos de los cuales podemos controlar (como se entiende una vez logrado el tercer nivel de competencia); pero sí reduce la probabilidad del fracaso al identificar los problemas más habituales en la práctica y la manera en que pueden ser provechosamente enfrentados. Sirve, pues, para volvernos mejores terapeutas desde el primer momento.
1En la tradición anglosajona “supervisar” consiste en vigilar la correcta realización de una tarea, por lo que la supervisión se entremezcla con otras actividades como acreditación, evaluación o formación, lo que ha imposibilitado el concebirla de forma clara y distinta.
2Amén de las actividades facilitadoras que pueden acelerar la maduración del terapeuta y los mecanismos que constituyen su proceso de desarrollo en cada etapa, los cuales no abordo aquí (pero véase Laso, 2020, p. 116 y ss).