¿Y qué?

Decía Whitehead (en Aventuras de las Ideas, creo) que la única pregunta realmente filosófica es la que inquiere por la Importancia; y la mejor forma de plantearla es también la más sencilla:
“¿Y qué?”

(No, no era en Aventuras de las Ideas… era en Modos de Pensamiento… Acaba de venir a mí…)

Decía Nietzsche que la historia es circular y se cierra sobre sí misma; que estamos condenados –y a la vez premiados– al eterno retorno. Todo, sin excepción, ocurre no una sino innumerables ocasiones.

(Lo dijo muchas veces, en varias partes, de diversas maneras; notablemente, en el Zaratustra. También él tendía a repetirse…).

Si así fuera, algún día, en un instante infinitamente distante de éste, tendría

Otro minuto contigo.
 

Pero habría de esperar años, siglos, milenios, evos; eternidades de silencio y nada, polvo y niebla. Habría de morir mil muertes, nacer mil partos; entrar y salir sin descanso del escenario del cosmos; transar un segundo de amor por una perpetuidad de soledad y vacío.

Y conmigo, el universo entero, las diez mil cosas, rebobinándose tumultuosas y vehementes, volviéndose sobre sí mismas como un guante por regalarme un minuto de gracia.

 

 Ah… Y, ¿qué?

Que

Habría valido la pena.

Esculpir el tiempo

En “El concepto de naturaleza”, Whitehead criticaba despiadada y acertadamente la visión einsteniana del tiempo. Fue para eso que acuñó la célebre frase “misplaced concreteness” -antecesor no muy reconocido de la tan posmoderna “reificación”.

Su argumento era tan simple como devastador. La columna vertebral del estudio einsteniano del tiempo como relativo es la noción de “simultaneidad” -fundada, a su vez, en la de “instante”, equivalente al “punto” en geometría. Mas, así como Leibniz se dio cuenta -contra Newton- de que el “punto” era una mera abstracción, Whitehead comprendió que el “instante” de Einstein era un concepto de altísimo nivel. Así pues, no servía como ladrillo del sistema; era, por contra, su colofón. Tomarlo como punto de partida es atribuir existencia concreta a algo puramente ideal; en los patosos términos de Whitehead, “localizar erróneamente la existencia en tanto cosa”.

No conocemos el espacio a partir del punto; destilamos la idea de “punto” al analizar -esto es, dividir- el espacio, en sí indivisible. No vivimos el tiempo como una sucesión de “instantes” discretos y autocontenidos; seleccionamos hitos de la viscosa marea de la consciencia y los separamos con el fin de ordenarla. La experiencia no es fragmentaria, sino unitaria; no es un montón de gotas, sino un río; no un conjunto de notas, sino una melodía.

Una melodía… Tal vez por eso sea la música la mejor forma de aproximarse al tiempo en toda su pureza; tal vez por eso nos afecte violenta, intempestiva, inexorablemente.

Hacer música es esculpir el tiempo.

El mejor Escultor del Tiempo

Hubo un tiempo en que un solo pensamiento me obsesionaba: “Esta época no es la mía”. Leía a Byron, a Tennyson y a Poe; miraba a Chaplin, a Murnau y a Keaton; escuchaba The Moody Blues y A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. Era una hoja verde en pleno otoño, un acorde en medio del silencio.

Y hoy descubro que mis poetas, músicos y directores preferidos lo eran también de mi madre. Eran parte de mí, desde siempre, incluso sin que yo lo supiera.
Mientras los demás se hartaban del ritmo de los tiempos, yo buceaba en el pasado en pos de algún tesoro ignoto.

Todos hacemos lo mismo

Todos hacemos lo mismo. Nos buscamos en la historia. Encontrarnos equivale a tender un puente entre el ayer y el mañana. Y cuanto más te esmeras en hallarlo, más te conviertes en él, mayor intensidad adquieres, más vivaces son los colores, más dolorosos los sonidos.

Paradójicamente, cuanta más Historia acoges, más en ti mismo te transformas.

Todos, a nuestra manera, esculpimos el tiempo.