Hace unos cincuenta años, en uno de sus más ácidos textos, George Kelly desnudaba la contradicción inherente a buena parte de la teorización y la investigación en psicología en términos parecidos a éstos:
Abramos un libro cualquiera de “Introducción a la teoría de la personalidad”. Descubriremos que, casi siempre, en la primera parte, dedicada a la metodología, el autor nos explica cómo construyen los psicólogos las teorías sobre el ser humano que se exponen en la segunda parte. Sin duda, se enorgullecerá de usar “el método científico”: “los psicólogos”, dirá, “proceden a crear hipótesis, extraídas de la observación disciplinada y minuciosa, para ponerlas luego a prueba en experimentos cuidadosamente diseñados”. Una maravillosa teoría de cómo opera el ser humano en su búsqueda de mejorar su condición existencial.
Sin embargo, en la segunda parte nos llevaremos un chasco. Los seres humanos (o “sujetos”, “organismos”, “individuos”, etc., como preferirá llamarlos en aras de la “objetividad”), nos dirá el autor, obedecen a fuerzas más allá de su control: la “agenda de refuerzos” que impone su contexto, las “pulsiones” o “necesidades” de su biología, las tendencias escritas en sus “rasgos de personalidad” derivadas de su genotipo… Atrás habrán quedado las hipótesis, la observación y la experimentación, reservadas sólo a unos pocos elegidos, los ungidos con el manto de la ciencia y los laureles de la psicología.
Pues, en definitiva, los psicólogos no tienen una sino dos teorías: la que se aplican a sí mismos (hipótesis, observación, experimentación) y la que aplican a los seres “comunes y corrientes” (refuerzo, condicionamiento, pulsión, rasgos de personalidad…)
Los años han hecho que la crítica yerre en el detalle: los teóricos contemporáneos se precian de tener en cuenta la “reflexividad” a la hora de tejer sus planteamientos. Pero en el fondo, la situación no ha cambiado; si acaso, ha empeorado. Pues la mayor parte de la investigación científica en psicología continúa tratando a sus informantes como objetos cuyas “propiedades” deben “medirse“; y la mayor parte de la terapia, como máquinas averiadas cuyos defectos deben arreglarse mediante alguna técnica (cuanto más vanguardista y novedosa, mejor).
Creo que esta tendencia al (nefasto) instrumentalismo epistemológico, herencia malhadada de Skinner y compañía, está empezando a cambiar, a juzgar por dos desarrollos recientes que resumo a continuación.
1. “El Cliente Heroico”…
En el que es por demás un libro bastante bueno, publicado en 2004, Barry Duncan y compañía hacen una propuesta de capital importancia, al menos según el subtítulo: “Una forma revolucionaria de mejorar la efectividad por medio de una terapia dirigida por el cliente y basada en los resultados”.
Duncan et al. no son ningunos desconocidos ni trabajan al margen de la discusión contemporánea: el prólogo de la primera edición es de Larry Beutler, uno de los más célebres investigadores en el ámbito de la eficacia de la psicoterapia; y el de la segunda, de Bruce Wampold, autor del muy interesante, controversial e influyente The Great Psychotherapy Debate.
Tampoco se andan con miramientos: apuntan que la psicoterapia enfrenta una crisis dramática, que “los profesionales no-médicos de la asistencia psicológica se han convertido en empleados despreciados y mal pagados de gigantescas corporaciones de salud”, que
En su afán de no quedarse fuera de la moda una vez más… los profesionales gastan miles de dólares en talleres, conferencias y libros para aprender sistemas de diagnóstico “de diseñador” y técnicas milagrosas “de marca registrada” supuestamente basadas en la evidencia empírica… Por desgracia, como ha pasado con todas y cada una de las anteriores “técnicas milagrosas”, las ventajas prometidas quedan siempre un poco más allá del alcance de la mayoría de los practicantes, por más que se trate de modelos científicos basados en evidencia. ¿Cómo es que la poderosa espada Basada-en-la-Evidencia no logra matar al dragón del sufrimiento del cliente que estoy atendiendo en este instante en mi consulta? ¿Cómo es que el tratamiento empíricamente validado no surte en mi clínica el efecto que debería según quienes lo defienden?
Su honestidad es de agradecer: forman parte del selecto grupo, cada vez más numeroso, que se ha dedicado a ponerle el cascabel de la realidad al gato de la psicoterapia y la psiquiatría contemporáneas:
Desde hace más de cuarenta años, datos resultantes de investigaciones cada vez más sofisticadas tienden a desmentir:
– La utilidad del diagnóstico psiquiátrico para elegir el tipo de terapia más adecuado o predecir su resultado (el mito del diagnóstico);
– La superioridad de un enfoque terapéutico sobre otro (el mito de la “bala de plata”);
– La superioridad del tratamiento farmacológico en los problemas emocionales (el mito de la píldora mágica).
…O: “si quieres saber qué le pasa a alguien, ¡pregúntaselo!”
Ahora bien: ¿en qué consiste este cambio revolucionario que aventuran Duncan y colaboradores? ¿Cuál es la gran novedad, el descubrimiento clave, la idea genial? Pues…
(Redoble de tambores…)
Preguntar a los clientes: qué creen que se debería hacer para ayudarles, si creen que el terapeuta los ha entendido y si la terapia va por buen camino; y orientar la terapia en función de sus respuestas.
Eso es todo. Ese es el gran descubrimiento: empezar la sesión con un “ahora que tenemos más claro el problema, ¿qué se les ocurre que se puede hacer para resolverlo?” y cerrarla con un cuestionario que pide valorar la escucha del terapeuta y la pertinencia de su enfoque en sendas escalas. (Lo pondría aquí, ya que viene con el libro; pero no puedo porque, como tantas cosas en el mundo de la terapia, tiene copyright. Se puede descargar gratuitamente, para uso individual, del sitio de Scott Miller, coautor de The Heroic Client).
Lo triste y sorprendente no es que esto sea, o al menos parezca, obvio. Es que, en efecto, sí que es revolucionario.
Porque la mayoría de modelos terapéuticos no sólo no lo hacen sino que ni se les ocurre: ¿cómo iba el psicoanalista a indagar por la pertinencia de su interpretación sin comprometer la neutralidad? ¿Cómo podría el sistémico preguntar a una familia si está de acuerdo con la prescripción del síntoma sin desarmar la contraparadoja? O más insidioso aún: ¿cómo podría el rogeriano hacerlo sin caer en la paradoja?: “¿Te parece bien que te esté preguntando si te parece bien?”
Y a los que se les ocurre -por ejemplo, mantener una constante medición de la mejoría- lo hacen sin tomar en cuenta al cliente. Los cognitivos se precian de ser “orientados al resultado” y de corregir el rumbo de la terapia de acuerdo con el estado del paciente -pero no le preguntan si cree estar mejor (porque, aducen, su respuesta estaría contaminada por los sesgos cognitivos que originan el trastorno). Como buenos psicólogos, en aras de la objetividad, le pasan un test de “ideación depresiva” o “negativa”. (Me recuerdan a un médico que visité hace tiempo y que empezó la sesión post-tratamiento preguntándome: “Bueno, ¿cómo se ha sentido?” “Bastante mejor”, repliqué. A lo que, incorporándose, sentenció sin inmutarse: “Muy bien. Vamos a auscultarlo y ver cómo está en realidad“).
Asimismo, los cognitivos afirman que su enfoque es “colaborativo”, pero esto es, en el fondo, una mistificación. Por definición, el terapeuta cognitivo aplica a sus pacientes un conjunto de técnicas “de probada eficacia” independientemente de lo que éstos puedan opinar sobre ellas: es más, la primera parte del proceso consiste en educarlos en la lógica de la terapia de manera que accedan a cooperar. No se trata, pues, de “vamos a colaborar para decidir qué hemos de hacer” sino de “usted va a colaborar conmigo haciendo lo que yo le pida”; con lo que la “colaboración” encubre una forma sofisticada de persuasión o coerción. (Los padres de la terapia cognitiva son plenamente conscientes de ello: Beck, por ejemplo, siempre ha considerado que la colaboración tiene por objeto asegurarse de que el cliente siga el tratamiento al pie de la letra).
Duncan, Miller y demás rompen con esta tradición autoritaria. Y llevan razón. Pero no han hecho más que redescubrir, sin mencionarlo, al ya citado George Kelly, precursor ignorado de tantas cosas, que insistía en repetir a sus estudiantes lo que bautizó irónicamente como “El Principio de Kelly”:
Si quieres saber qué le está ocurriendo a alguien, ¡pregúntale! A lo mejor te lo explica.
2. “El placebo importa”…
El segundo ejemplo es más reciente: de hecho, el paper que lo motiva aún no se publica (lo resumo de aquí). Atañe no a la práctica de la terapia sino a la investigación de sus resultados; requiere, por tanto, de una explicación preliminar. (Advierto de antemano que la siguiente no es una crítica a la investigación en psicoterapia o a la empresa científica per se sino al modo en que ha sido conducida e interpretada en las últimas décadas).
La prueba de fuego de un modelo terapéutico es el llamado clinical trial, un protocolo experimental tomado de la medicina que permite comparar con precisión la eficacia de diferentes intervenciones. Consiste en reclutar una población relativamente nutrida de personas “semejantes” (con un mismo diagnóstico, capacidades, etc.) y dividirla aleatoriamente en varios grupos, cada uno de los cuales recibe un tratamiento distinto durante un período determinado de antemano, para finalmente evaluar los resultados de cada grupo y contrastarlos por medio de pruebas de significación estadística. El diseño más simple está compuesto de tres subgrupos: uno de “control pasivo” o “lista de espera” al que no se le da tratamiento (para evaluar la mejoría debida al simple paso del tiempo), uno de “control activo” al que se le da un tratamiento parecido al que se está investigando excepto en alguna variable o intervención crucial (para evaluar la mejoría debida al mero hecho de estar siendo tratado o placebo), y uno de “tratamiento” propiamente dicho.
Llevar a la práctica un clinical trial es costoso y largo; hacerlo bien es muy difícil ya que varios fenómenos pueden pasar desapercibidos y sesgar las conclusiones. El más importante es la expectativa tanto de los pacientes como de los tratantes y/o experimentadores. Si el paciente sabe que está recibiendo la pastilla “de verdad” tenderá a esperar alguna suerte tanto de beneficios como de efectos secundarios, lo que influirá en su conducta y acaso eventualmente en su trastorno. Si el médico o terapeuta sabe que está aplicando la terapia “de verdad” tenderá a ignorar o menospreciar los cambios negativos y a atender a los positivos, reforzándolos e introduciendo un factor que se escapa de la pura aplicación del enfoque o técnica terapéutica en cuestión. Ambos fenómenos distorsionarán los resultados: si el grupo sometido al tratamiento investigado presentase una mejoría mayor podría deberse no a la eficacia de aquel sino al poder de las mutuas expectativas. O sea, a la esperanza.
En medicina, este problema se solventa mediante el “doble ciego“: ni los pacientes ni sus médicos saben a qué grupo pertenecen, ni si las pastillas que les dan contienen o no el principio activo, etc.
…o “Los sujetos también piensan”
Pero en psicoterapia el problema se complica en extremo ya que es sumamente difícil, si no imposible, mantener a los involucrados en la ignorancia acerca de lo que están haciendo o recibiendo. Incluso en psiquiatría: como argumenta Irving Kirsch los medicamentos antidepresivos producen efectos secundarios bien conocidos (boca seca, taquicardia, etc.) que permiten a los pacientes adivinar si están o no en el grupo de tratamiento y calibrar concomitantemente sus expectativas.
Kirsch aboga por los “placebos activos”: en vez de píldoras inocuas, administrar al grupo de control alguna sustancia que no contenga el principio activo pero induzca los mismos efectos secundarios. (Y constata que, usándolos, la diferencia entre el fármaco y el control se reduce o anula, lo que arroja serias dudas sobre la manida eficacia de los antidepresivos y sugiere que el cambio se debe a factores psicológicos, no exclusivamente bioquímicos. Más información en su estupendo libro).
Pero es casi imposible aplicar un “placebo activo” en psicoterapia sin que el terapeuta y el paciente se den cuenta. Cualquier terapeuta mínimamente entrenado sabe cuándo está abordando un problema o patología (digamos, ansiedad generalizada o depresión) y cuándo se está limitando al reflejo empático o el apoyo indiferenciado. Y cualquier paciente deduce, a la segunda o tercera sesión, que no le ha tocado el grupo de terapia “de verdad”; con lo que sus esperanzas se reducen y las expectativas vuelven a entrar en escena. En palabras del artículo original:
Esta falla en controlar el efecto confusor de las diferencias de expectativa no es una omisión menor: es un defecto fundamental del diseño de investigación que pone en tela de duda cualquier inferencia causal.
Para demostrarlo, los autores replicaron un experimento -añadiendo un factor clave que revelaré más adelante. La investigación ha demostrado que las personas que juegan entre 10 y 50 horas de un videojuego rápido y exigente mejoran su procesamiento visual y su capacidad de redirigir la atención. Los “controles activos” en estos estudios suelen ser juegos menos veloces y demandantes, como Tetris; se supone que son suficientemente parecidos a aquellos como para servir de control adecuado, equiparando las expectativas.
Pero los autores hicieron algo que a nadie se le había ocurrido antes. Algo revolucionario, inusitado, genial.
¿Qué cosa? Pues…
(Otro redoble de tambores).
Preguntar a los sujetos de cada grupo cuáles eran sus expectativas e incluir sus respuestas en el diseño experimental.
Así es. Los participantes vieron un video de o bien un juego rápido o uno de control; luego se les explicaron las pruebas perceptivas y cognitivas que se usarían para medir su desempeño; y, finalmente, les preguntaron si creían que mejorarían en dichas pruebas a resultas de jugar el juego cuyo video les habían mostrado. Y ¡oh sorpresa!: resulta que quienes vieron el video del juego rápido esperaron mejorar mucho más, en promedio, que quienes vieron el de Tetris. Lo cual coincide con el resultado del trial pero demuestra que los sujetos intuyeron a qué grupo pertenecían y que la diferencia en la mejoría podría atribuirse a la diferencia inicial en expectativa, no al tratamiento mismo.
Una catástrofe: ¡los sujetos de los experimentos también piensan! Cosa que los psicólogos hemos ignorado durante medio siglo. Empeñados en ser “objetivos” hemos terminado tratándolos como objetos inertes a los que sometemos a condiciones y mediciones sin interesarnos por la forma en que las interpretan y por cómo dichas interpretaciones influyen en los resultados.
La salida: investigación esencialmente subjetiva
A estas alturas, el paralelismo entre ambos ejemplos salta a la vista. Tanto en la práctica de la terapia como en la investigación de resultados, la tendencia dominante ha sido el cientificismo antisubjetivista: someter a los sujetos a algo sin pedirles su opinión. Sin duda, esto ha traído consigo grandes avances; pero los ha empañado con un sesgo epistemológico que nos ha impedido ver lo obvio: los sujetos, tanto pacientes como experimentales, también piensan, y sus pensamientos importan.
Es el mismo sesgo que Kelly denunció y que encabeza este texto: que los psicólogos nos consideramos a nostros mismos sujetos mientras que objetivamos al resto de personas. Es más: en un artículo de 1966 (apropiadamente titulado Humanistic Methodology in Psychological Research) Kelly ya prevé la faceta experimental del cientificismo y le sale al paso. Traduzco del original (las itálicas son mías):
Como mínimo, hacer investigación de manera humanista implica que en algún momento se debe explicar a cada participante qué cree el “experimentador” que está haciendo y qué tipo de cosas serían evidencia de qué. Es igualmente importante preguntar qué es lo que el “sujeto” cree que se está haciendo y qué considera evidencia de qué. Dado que esto puede cambiar en el curso del experimento cabe preguntar a los “sujetos” cuál era su percepción del diseño experimental en cada juntura del proceso.
No es solamente una concesión a la ética científica: puede implicar una gran diferencia en las conclusiones. Es esencial para cualquier investigador con la suficiente curiosidad intelectual para indagar lo que de verdad ocurre en su laboratorio. Fijarse únicamente en “la conducta” es perder de vista al ser humano; desestimar como “poco fiable” lo que las personas pueden decir acerca de lo que creían que estaba en juego es quedarse en la ignorancia voluntaria acerca de en qué consistió el experimento en la realidad.
Y va más allá:
Hasta el diseño experimental, incluyendo la intervención que nos interesa y el control de otros factores intermediarios, puede tomar forma a través de la colaboración entre los participantes. Más aún, las convicciones y dudas del sujeto en sus esfuerzos por afrontar las condiciones experimentales son en sí mismas hipótesis implícitas… Por ende, deben ser sistemáticamente incluidas en la estructura de la investigación.
Un consejo aún más audaz que el preguntar a los sujetos lo que piensan -que es lo que, si el paper que he mencionado tiene acogida, se empezará a aceptar recién ahora como parte indispensable de todo diseño experimental. Un consejo potentísimo que habrá de esperar su momento.
Sí, puede que estemos empezando a ver un cambio. El hecho de que hayamos tardado cincuenta años en comprender lo que para Kelly era obvio da que pensar; pero quizá estemos, por fin, enfilando a una metodología de investigación esencialmente subjetiva.
Como siempre: estupendo, intenso, didáctico.
Esto insistían Duncan, Miller, Wampold y Hubble en su 2ª edición (2010) de su “Heart and soul of change”: “the combination of measuring progress and providing feedback consistently yields clinically significant change, with treatment effects outstripping whatever has been seen in the so called empirically supported psychotherapy…Include feedback about the client’s formal assessment of the relationship, and the client is less likely to deteriorate, more likely to stay longer, and twice as likely to achieve a clinically significant change”.(pp 39-40).”Bohart and Tallman argue that clients are without doubt the most necglected therapeutic factor in studies of psychotherapies”(pp41).
En mi experiencia personal, los clientes/pacientes/x están tan encorsetados que cuando les pregunto cuándo desean regresar a otra sesión, o en qué parte de lo que les sucede quieren trabajar, o qué les está sirviendo de la terapia, en muchos casos se bloquean: “no lo sé; tú eres el profesional ¿esto no lo tendrías que saber/decidir tú?”…¡el modelo médico les/nos pervierte a la que le dejamos!
Los tiempos están cambiando (ojalá).
Hola Gustavo, gracias por los cumplidos.
Mi experiencia es parecida a la tuya: cuando hago ese tipo de preguntas, las personas suelen quedarse en blanco para responder al fin “No sé, usted es el experto, ¡usted es quien debería decidir!”
Imagino que entre los gringos la tendencia a no preguntarles y aplicar modelos estándar es tan generalizada que este tipo de preguntas son realmente inusuales y brindan un imprescindible equilibrio a la relación terapéutica. Pero entre nosotros las cosas son menos rígidas, más “latinas”… y los pacientes esperan, entre otras cosas, que la terapia le dé un cierto “orden” a sus problemas. De ahí que este tipo de preguntas los tomen desprevenidos.
En fin… de todos modos estamos viendo un cambio, me parece.
Un abrazo,
Por cierto: acabo de encontrar en la autobiografía de Skinner una clarísima demostración de su inveterado objetivismo.
En 1958, Skinner y Fromm coincidieron en un Congreso. Cuando Fromm criticó la teoría de Skinner diciendo “Las personas no son palomas”, Skinner se enfadó y se vengó moldeando una conducta en Fromm sin su conocimiento mirándolo con atención cada vez que aquel bajaba su mano izquierda. Al final, Fromm la movía con tanta intensidad que se le resbalaba el reloj.
Exactamente lo que cabría esperar de Skinner: dedicarse a controlar un aspecto involuntario y carente de significado de la conducta de su interlocutor desdeñando al mismo tiempo el contenido de su crítica. Y encima considerarlo un triunfo (según nos relata la anécdota en su autobiografía).
O sea, tratar a Fromm como una paloma ruidosa, y tratar a la paloma como un objeto.
Esteban.
Hace un tiempo asistí al seminario “Emociones en terapia: cómo trabajar sin generar resistencia”, el primer día salí feliz, ¡con mi emoción primaria bien identificada por cierto! Luego revisé tu página ya que tu ponencia despertó mi curiosidad. Encontré este artículo y me di cuenta que el preguntar al usuario qué es lo que quiere hacer, cómo quiere resolver su problemática, es algo que comencé a hacer, no recuerdo hace cuanto, al darme cuenta que en mi consulta la gente solía preguntar: ¿Qué debo hacer?, ¿qué me recomienda?, ¿entonces hoy cómo le hago?, yo atiendo familias de personas con problemas de adicciones, sobre todo de adolescentes, por lo que ha sido común que las personas lleguen con la intención de que uno les resuelva el conflicto al momento. Y en verdad es muy tentador y pienso que cuesta trabajo “callar” al “superterapeuta” y darle la oportunidad al otro de atender su problemática con los propios recursos.
Sin embargo noté que cuando usan sus propios recursos avanzan más rápido, aún cuando el “paciente identificado” no asista; como ya lo han mencionado en muchas ocasiones me encuentro con la inquietud del usuario de decir “pues a eso vine, yo no sé”; entonces la estrategia ha sido la de explicar el porqué de las cosas, un encuadre, admitir que el problema no lo resuelvo yo, ni se finiquita en 45 minutos, que es un proceso de acompañamiento en donde mi papel es precisamente el de ir junto con ellos buscando sus objetivos, no los míos. Saludos
Saludos Alejandro, te recuerdo en efecto del taller sobre emociones. Con respecto a lo que apuntas, es plenamente coherente con “The Heroic Client” y la línea de trabajo que sugiero; y como ves, es también bastante eficaz y respetuoso.
UN saludo,
El respeto, pienso es la clave, recuerdo que en el seminario hubo algunas puntualizaciones sobre el uso del término “codependencia”, yo mismo lo he utilizado, ya que en muchos seminarios y en un diplomado referentes al tema de adicciones es una tema a tratar, probé con mis pacientes darle un giro al asunto, en una sesión una paciente habló sobre ser codependiente, pregunté como se sentía esto, identificó que era como una loza, una angustia el no poder dejar de ser codependiente y ser como su familia esperaba, logró identificar que el preocuparse, apoyar a su familiar, buscar ayudarlo es por que lo ama, hemos comenzado a trabajar a partir de ahí y la diferencia, hablando de avances, en torno a otros casos que he tenido es importante. Saludos Esteban.
Estimado Doc. aprendo mucho de sus reflexiones y recuerdo desde el construccionismo social, basado en la epistemología positivista de la liberación de las etiquetas que pose atención en algunas premisas: La verdad objetiva está remplazada por la multiplicidad de Ideas/verdades/realidades. La clave no es la realidad, sino el significado de la realidad que uno atribuye. La vida es un texto… Bertrando y toffanetti. un abrazo