Una biblioteca, ventanas amplias y luz difusa. Un matón de traje y corbata se abre paso –corte a su mano, que sostiene un pañuelo con el que empuja el torno de la entrada. Camina por el pasillo, sin prisas –corte al rótulo de una larga estantería: “400 – Literature”. Primer plano de su dedo deslizándose por los lomos de los libros; se detiene en el segundo de tres volúmenes, marrón oscuro. Lo toma y se dirige a una mesa cuyo ocupante lo mira desconcertado –detalle del libro que cae con un estruendo. Se sienta y lo abre, página a página, sin leerlo –plano del asustado rostro del otro. “¿Por qué nos traicionaste?” –“le debo una explicación…” Primer plano del alegre asesino: “sí, sin duda” –corte a su mano que pasa una página del libro dejando al descubierto la pistola que se oculta en su interior. La toma y dispara a bocajarro en medio de los ojos –plano de la cara que se desploma y de la sangre que fluye incontenible. Regresa la pistola a su escondite, recoge el libro y se marcha.
Aún no sabes nada –quién es, a quién ha matado y por qué, para quién trabaja. A la larga, lo comprendes.
Pero eso es lo de menos: hay un detalle crucial y abrasador.
Se trata –luego lo averiguamos– del segundo tomo de las obras completas de Shakespeare.
A quien –dicho sea de paso– me muero de ganas de volver a leer.