Déjate llevar

Tenía, en el cole, un profesor de literatura que nos obligaba a memorizar las poesías que estudiábamos (el Romance del Prisionero, los sonetos de Garcilaso, uno que otro de Rubén Darío) y a declamarlas en clase.

Parecía una estupidez –eso, al menos, creía yo entonces. “¿Para qué aprenderme esta porquería? ¿De qué me va a servir?” No había manera de evitar el ridículo: o bien metías la pata al declamarla, con lo que te hundía con sus sardónicos comentarios, o bien la cantabas de corrido, con lo que eran tus compañeros quienes se burlaban.

Sin embargo, pese a todo, valió la pena; y lo he descubierto mucho después. Este buen hombre nos enseñó, a su modo, el sentido de la poesía. Porque al leerla en voz alta te movía a paladearla, a sentir el ritmo y la métrica; y corregía incansable e inexorablemente tus errores. “Acentúa aquí; ¿es que no ves la tilde? ¿Es que no percibes el ritmo? El verso mismo te indica cómo debe ser leído”.

Se lo agradezco, de corazón, hasta el día de hoy; y sé que muchos de mis compañeros también lo hacen. Ya que la poesía debe declamarse; requiere, como la música, de un bien dotado intérprete –cuya función es, paradójicamente, quedarse en segundo plano y permitir que el texto se despliegue solo: “Ama el arte en ti mismo, más que a ti mismo en el arte” -sentenciaba Stanislavski.

La esencia de la poesía no son las ideas sino la musicalidad. En prosa se puede elaborar un razonamiento con mayor precisión, elegancia y generalidad; además, por las exigencias rítmicas y métricas de la poesía, un poema de más de cien o doscientas líneas se vuelve farragoso y desgarbado (a menos que se subdivida en fragmentos relativamente independientes, o que se relajen los requerimientos poéticos de rima y ritmo -como en el romance).

La musicalidad no se explica; para aprehenderla necesitas saborearla, escucharla, dejarte llevar. El verso mismo te indica cómo debe ser leído -mas únicamente cuando sabes interpretar sus sugerencias.

Y no hay más que un modo de aprender a hacerlo: leerlo, una y otra vez, bajo la atenta y desapasionada mirada de un maestro que no tema señalarte tus fallos.

Un maestro cuyo papel es, básicamente, enseñarte a dejarte llevar.

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