La empatía es una constante en los procesos contemporáneos de formación de terapeutas. Se insiste todo el tiempo en que deben “ser empáticos”, “ponerse en el lugar del paciente”, “reflejar sus sentimientos”… Se los reconviene si no lo hacen. A veces se les enseñan técnicas que, supuestamente, la favorecen; frases hechas como “debe ser duro para ti”, “me imagino lo que debes estar sintiendo”, “debes sentirte muy mal”.
El énfasis es sin duda apropiado: la investigación ha demostrado que la empatía es requisito indispensable para una alianza terapéutica exitosa y que los terapeutas que la demuestran son mejor valorados y más escuchados por sus clientes. Pero la definición es con frecuencia incorrecta –lo que conduce a un extravío en la enseñanza y la práctica. Pues ser empático no es “ponerse en la piel del otro” ni “compartir sus sentimientos”. Es una destreza mucho más compleja, potente –y mejorable.
Rogers: el pionero y su involuntaria confusión
No es extraño que se dé este malentendido; lo propició el mismo pionero de la empatía en psicoterapia, Carl Rogers, que da varias definiciones de ésta, cada vez más sofisticadas, a lo largo de su carrera. La más importante y recurrente hace uso de la metáfora –el tentáculo que extiende el lenguaje cuando busca palpar un territorio nuevo y desconocido: “entrar en el mundo perceptivo privado del otro volviéndolo familiar para nosotros”. Esta metáfora del “habitar”, tan fructífera, transmite algo de la “atmósfera” empática –pero poco de sus especificidades; es útil para insinuar sus efectos, no para propiciarla, estudiarla o aprenderla.
Pero cuando Rogers trata de precisarla diciendo “es vivir temporalmente la vida del otro, moviéndose en ella con delicadeza y sin hacer juicios de valor” contribuye, involuntariamente, a la infinidad de malentendidos que empañan el concepto y dificultan inmensamente la enseñanza y práctica de la psicoterapia hasta hace no mucho.