El mal que no quiero

Ayer estuve a punto de contradecirme; a punto de hacer el mal aposta. ¿Cuántas veces puedes meter la pata en diez minutos? No lo sé –mas ¡seguro que ayer batí mi propio récord! Para terminar sintiéndome culpable -sólo lo justo, pero culpable al fin y al cabo. He aquí, por ende, una suerte de disculpa.

Tal vez fuera una urgencia como esta -la maldita manía de ir contra el propio buen juicio- lo que movió a San Pablo a exclamar que

Pero ahora no soy yo el que obra, sino el pecado que habita en mí… Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero: eso es lo que hago. Y si lo que no quiero yo, eso es lo que hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. (Epístola a los Romanos, 7:17)

Una explicación inquietante –una espada de doble filo; pues si no soy yo quien peca, sino “el mal que hay en mí”, ¿por qué sentirme culpable? ¿Para qué cambiar?

Aunque, pensándolo bien, lo contrario sería igual de problemático. Si yo soy, a la vez, la fuente de mi degeneración y el vehículo de mi salvación, ¿cómo puedo regenerarme? ¿Cómo puede nadie cambiarse a sí mismo?

Los grandes maestros Zen han tocado este punto al indagar la fuente de la iluminación: ¿es el “poder de Otro” o el “poder del Yo”?

En fin. Acaso no tenga que darle tantas vueltas. Acaso no haya intentado “hacer el mal” aposta. Acaso no era el mal en sí lo que buscaba; acaso mi metedura de pata era un intento desmañado de alcanzar algún oscuro propósito –o, peor aún, de aprehenderlo, de sacarlo de su escondite. Acaso nuestro buen juicio es, asimismo, la válvula que se asegura de que sigamos siendo como somos. Y acaso haya que enfrentársele para cambiar -y ser como se quiere ser.

Pero ¿quién puede saber lo que realmente desea?

Qué puedo hacer, no lo sé; mis deseos son dobles.
Safo

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