La “pauta que conecta“
…Como un hilo rojo, la obra de John Fowles…
El Coleccionista
Uno de los mejores retratos de la mente de un monstruo es El Coleccionista, de John Fowles.
El Coleccionista cuenta la historia de un oscuro contable inglés, Frederick Clegg, que secuestra a una joven estudiante de arte, Miranda, y la encierra en su sótano con el fin de “enamorarla”.
Clegg, desde luego, no diferencia el “amor” de la idolatría; ha admirado subrepticiamente a Miranda desde hace algún tiempo, seguro de que si ella llegara a conocerlo, lo amaría igualmente. Pero para que eso ocurra, Miranda debe ser confrontada con el “verdadero” Clegg sin que pueda escaparse. De ahí que Clegg concluya que la única manera es manteniéndola presa contra su voluntad. Dicho sea de paso, Clegg es un ávido coleccionista de mariposas; su colección es impoluta y magnífica.
Fowles cuenta (en el prólogo) que el modelo de Clegg fue el Calibán de La Tempestad de Shakespeare. En esa obra, Calibán es el deforme hijo de la bruja Sycorax con un demonio sin nombre. El rey Próspero, extraditado de Nápoles con su bella hija Miranda, expulsa a la bruja de la isla, lo libera y le enseña la religión y el lenguaje. A cambio, sin embargo, el perverso Calibán intenta violar a Miranda, por lo que Próspero lo castiga convirtiéndolo en su esclavo.
(Curiosamente, las madres de muchos asesinos en serie eran mujeres dominantes y rígidas que los sometían a constante humillación; y sus padres, figuras ausentes y poco relevantes).
Fowles usa esto, entre otras cosas, como una alegoría de las relaciones de clase; Clegg era de “la clase trabajadora”, y Miranda es de clase alta, guapa y sofisticada. Uno de los mensajes de la obra es que no se le puede pedir a la bestia (Calibán – Clegg) que se redima, si la hemos creado en primer lugar sometiéndola a condiciones de vida infrahumanas.
The Magus
Nicholas Urfe, un joven graduado de Oxford, pretencioso y superficial, acepta el trabajo de profesor de inglés en una isla griega perdida en la nada, en un punto de su vida donde él mismo esta perdido en la nada. En dicha isla suceden cosas muy raras en torno a Urfe y a una chica preciosa pero escurridiza, de la que él se enamora.
El fondo del asunto (al menos uno de los fondos: es una novela compleja y difícil de resumir) es que, a medida que se desarrolla la trama, tanto Urfe como el lector comienzan a sospechar que alguien está jugando con ellos, sometiéndolos a experiencias dolorosas y simbólicas que les permiten despertar su consciencia -a la manera de las iniciaciones masónicas o de cualquier otra escuela de sabiduría tradicional. (Desde luego, Urfe sufre en carne propia las vejaciones y los excesos; el lector sólo las experimenta vicariamente. ¡Pero es una experiencia dolorosa, puedo asegurarlo!)
Fowles ha dicho que el libro es una prolongada alegoría de la relación entre Dios y el ser humano: aquel, como Próspero en La Tempestad, como Conchis en The Magus, es inasible e invulnerable, pero controla todo aspecto de nuestras vidas. Con buenas intenciones, esperamos; pero nunca podremos saberlo –los patrones que vamos detectando siempre se demuestran erróneos.
La mujer del teniente francés
El hilo rojo, la pauta que conecta, comienza a evidenciarse. El mismo ser omnipotente que captura a alguien indefenso y lo va sometiendo a experiencias simbólicas, mientras este intenta descubrir el sentido de todo esto.
Finalmente, La mujer del teniente francés. El argumento es ya conocido. Lo importante, a nuestros efectos, es que el mismo Fowles se hace aparecer algunas veces en la novela.
Una de esas ocasiones merece citarse por extenso:
…Era un hombre de unos cuarenta años, con la chistera bien calada sobre los ojos. Apoyó las manos en las rodillas, mientras recobraba el aliento… Un hombre francamente desagradable, pensó Charles.
Su mirada era extraña: calculadora, reflexiva y bastante desaprobadora, como si supiera perfectamente qué clase de hombre era aquél (del mismo modo que Charles había creído adivinar la clase de hombre que era él) y no acabara de gustarle. Cierto que, bien mirado, parecía menos frío y autoritario; pero, de todos modos, se observaba en sus facciones un repulsivo aire de autosuficiencia, o, si no de autosuficiencia, de seguridad en su criterio para juzgar a los demás, para saber lo que podía sacar de ellos o esperar de ellos…
Tal vez algún día sean objeto de una mirada así. Y tal vez -puesto que la nuestra es una época mucho menos reservada- la sientan. Porque acaso el mirón no espere a que se hayan dormido. Seguramente les sugerirá algo desagradable, una especie de perversa insinuación sexual…, un deseo de conocerles de un modo que ustedes no quieran que les conozca un extraño. Según mi experiencia, no existe más que una profesión que mire de ese modo tan particular, combinando lo inquisitivo y lo magistral, lo irónico y lo inoportuno.
Vamos a ver, ¿podría utilizarte?
Vamos a ver, ¿qué podría hacer yo contigo?
Es precisamente, siempre me lo ha parecido, la mirada que podría atribuirse a un dios omnipotente… si existiera algo tan absurdo… Es una mirada que observo con toda claridad en el rostro, tan familiar para mí, del hombre de la barba que ahora está contemplando a Charles. Y ya basta de disimulos.
Al bajarse del tren, Fowles ya ha decidido el desenlace de la novela -gracias al lanzamiento de una moneda. El destino de Charles y Sarah ha dependido de las evoluciones de un florín en las mismas páginas que habitan -que estuvieron, a su vez, en la mente de Fowles. Tan prosaico y anticlimático…
El hilo rojo del destino
El patrón, el hilo rojo, ha quedado por fin claro. Y no sólo para nosotros, los lectores. El mismo Fowles lo ha descubierto, como tantos otros antes que él -ante todo Chesterton, pero también Hoffmann, y Hesse, y Goethe, y Stanislaw Lem, y Philip K. Dick… Él es el Dios de sus personajes, que son su creación. Y disfruta sometiéndolos a situaciones imposibles y dando nuevos vuelcos a la trama cada vez que creen haberse aproximado a la realidad. Disfruta del poder y de la omnipotencia; y escribe, en parte, para eso.
Un patrón que se repite, en clave macabra y violenta, en la psicología de los asesinos en serie. Lo que el escritor hace con sus personajes es lo que el asesino obra con sus víctimas. Ambos son dueños absolutos de sus vidas.
Igual que Dios, por otra parte.