Otra clase de sacerdotes, llamados poetas

La mejor descripción de la esencia de la terapia -y de todo lo que es curativo para el alma- fue escrita no por un psicólogo sino por un novelista:

No niego -dijo- que deba haber sacerdotes para recordar a los hombres que algún día han de morir. Sólo digo que en ciertas épocas extrañas, es necesario que exista otra clase de sacerdotes llamados poetas, para recordar efectivamente a los hombres que todavía no están muertos.

Manalive, G. K. Chesterton

El mismo espíritu, juguetón, bondadoso y bizarro, se encarna en todas partes y bajo miles de disfraces. Está En el Terry Gilliam de “Las Aventuras del Barón de Munchaussen”:

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Dios, el Mago y el asesino en serie

La “pauta que conecta

Un hilo rojo del destino...

…Como un hilo rojo, la obra de John Fowles

El Coleccionista

Uno de los mejores retratos de la mente de un monstruo es El Coleccionista, de John Fowles.

The Collector, de John Fowles

El Coleccionista cuenta la historia de un oscuro contable inglés, Frederick Clegg, que secuestra a una joven estudiante de arte, Miranda, y la encierra en su sótano con el fin de “enamorarla”.

Clegg, desde luego, no diferencia el “amor” de la idolatría; ha admirado subrepticiamente a Miranda desde hace algún tiempo, seguro de que si ella llegara a conocerlo, lo amaría igualmente. Pero para que eso ocurra, Miranda debe ser confrontada con el “verdadero” Clegg sin que pueda escaparse. De ahí que Clegg concluya que la única manera es manteniéndola presa contra su voluntad. Dicho sea de paso, Clegg es un ávido coleccionista de mariposas; su colección es impoluta y magnífica.
Fowles cuenta (en el prólogo) que el modelo de Clegg fue el Calibán de La Tempestad de Shakespeare. En esa obra, Calibán es el deforme hijo de la bruja Sycorax con un demonio sin nombre. El rey Próspero, extraditado de Nápoles con su bella hija Miranda, expulsa a la bruja de la isla, lo libera y le enseña la religión y el lenguaje. A cambio, sin embargo, el perverso Calibán intenta violar a Miranda, por lo que Próspero lo castiga convirtiéndolo en su esclavo.

(Curiosamente, las madres de muchos asesinos en serie eran mujeres dominantes y rígidas que los sometían a constante humillación; y sus padres, figuras ausentes y poco relevantes).
Fowles usa esto, entre otras cosas, como una alegoría de las relaciones de clase; Clegg era de “la clase trabajadora”, y Miranda es de clase alta, guapa y sofisticada. Uno de los mensajes de la obra es que no se le puede pedir a la bestia (Calibán – Clegg) que se redima, si la hemos creado en primer lugar sometiéndola a condiciones de vida infrahumanas.

The Magus
The Magus, de John Fowles

Nicholas Urfe, un joven graduado de Oxford, pretencioso y superficial, acepta el trabajo de profesor de inglés en una isla griega perdida en la nada, en un punto de su vida donde él mismo esta perdido en la nada. En dicha isla suceden cosas muy raras en torno a Urfe y a una chica preciosa pero escurridiza, de la que él se enamora.

El fondo del asunto (al menos uno de los fondos: es una novela compleja y difícil de resumir) es que, a medida que se desarrolla la trama, tanto Urfe como el lector comienzan a sospechar que alguien está jugando con ellos, sometiéndolos a experiencias dolorosas y simbólicas que les permiten despertar su consciencia -a la manera de las iniciaciones masónicas o de cualquier otra escuela de sabiduría tradicional. (Desde luego, Urfe sufre en carne propia las vejaciones y los excesos; el lector sólo las experimenta vicariamente. ¡Pero es una experiencia dolorosa, puedo asegurarlo!)

Fowles ha dicho que el libro es una prolongada alegoría de la relación entre Dios y el ser humano: aquel, como Próspero en La Tempestad, como Conchis en The Magus, es inasible e invulnerable, pero controla todo aspecto de nuestras vidas. Con buenas intenciones, esperamos; pero nunca podremos saberlo –los patrones que vamos detectando siempre se demuestran erróneos.

La mujer del teniente francés

La mujer del teniente francés

El hilo rojo, la pauta que conecta, comienza a evidenciarse. El mismo ser omnipotente que captura a alguien indefenso y lo va sometiendo a experiencias simbólicas, mientras este intenta descubrir el sentido de todo esto.

Finalmente, La mujer del teniente francés. El argumento es ya conocido. Lo importante, a nuestros efectos, es que el mismo Fowles se hace aparecer algunas veces en la novela.

Una de esas ocasiones merece citarse por extenso:

…Era un hombre de unos cuarenta años, con la chistera bien calada sobre los ojos. Apoyó las manos en las rodillas, mientras recobraba el aliento… Un hombre francamente desagradable, pensó Charles.

Su mirada era extraña: calculadora, reflexiva y bastante desaprobadora, como si supiera perfectamente qué clase de hombre era aquél (del mismo modo que Charles había creído adivinar la clase de hombre que era él) y no acabara de gustarle. Cierto que, bien mirado, parecía menos frío y autoritario; pero, de todos modos, se observaba en sus facciones un repulsivo aire de autosuficiencia, o, si no de autosuficiencia, de seguridad en su criterio para juzgar a los demás, para saber lo que podía sacar de ellos o esperar de ellos…

Tal vez algún día sean objeto de una mirada así. Y tal vez -puesto que la nuestra es una época mucho menos reservada- la sientan. Porque acaso el mirón no espere a que se hayan dormido. Seguramente les sugerirá algo desagradable, una especie de perversa insinuación sexual…, un deseo de conocerles de un modo que ustedes no quieran que les conozca un extraño. Según mi experiencia, no existe más que una profesión que mire de ese modo tan particular, combinando lo inquisitivo y lo magistral, lo irónico y lo inoportuno.

Vamos a ver, ¿podría utilizarte?

Vamos a ver, ¿qué podría hacer yo contigo?

Es precisamente, siempre me lo ha parecido, la mirada que podría atribuirse a un dios omnipotente… si existiera algo tan absurdo… Es una mirada que observo con toda claridad en el rostro, tan familiar para mí, del hombre de la barba que ahora está contemplando a Charles. Y ya basta de disimulos.

Al bajarse del tren, Fowles ya ha decidido el desenlace de la novela -gracias al lanzamiento de una moneda. El destino de Charles y Sarah ha dependido de las evoluciones de un florín en las mismas páginas que habitan -que estuvieron, a su vez, en la mente de Fowles. Tan prosaico y anticlimático…

El hilo rojo del destino

El patrón, el hilo rojo, ha quedado por fin claro. Y no sólo para nosotros, los lectores. El mismo Fowles lo ha descubierto, como tantos otros antes que él -ante todo Chesterton, pero también Hoffmann, y Hesse, y Goethe, y Stanislaw Lem, y Philip K. Dick… Él es el Dios de sus personajes, que son su creación. Y disfruta sometiéndolos a situaciones imposibles y dando nuevos vuelcos a la trama cada vez que creen haberse aproximado a la realidad. Disfruta del poder y de la omnipotencia; y escribe, en parte, para eso.

Un patrón que se repite, en clave macabra y violenta, en la psicología de los asesinos en serie. Lo que el escritor hace con sus personajes es lo que el asesino obra con sus víctimas. Ambos son dueños absolutos de sus vidas.

Igual que Dios, por otra parte.

Todos los colores se volverán uno

Carlisle Wall, de Dante Gabriel Rossetti

Todos hemos recibido una mirada así una o dos veces en la vida; son miradas en las que los mundos se funden, el pasado se borra; son momentos en los que descubrimos, acuciados por la más viva necesidad, que el sillar de todos los tiempos no puede ser más que el amor, aquí, ahora, en el unirse de esas manos, en ese silencio ciego, en el que una cabeza se acerca a otra…

John Fowles, La mujer del teniente francés

El Príncipe y el Mago

El Prestidigitador, de Hieronymous Bosch

Érase una vez un joven príncipe que creía en todas las cosas menos tres. No creía en las princesas, no creía en las islas y no creía en Dios. Su padre, el rey, le dijo que nada de eso existía. Y como no había en los dominios de su padre princesas ni islas, ni tampoco señal alguna de Dios, el joven príncipe creyó lo que su padre le decía.

Pero un día el príncipe se escapó de palacio. Y llegó al país vecino. Allí se quedó asombrado al ver islas desde todas las costas. Y, en esas islas, extrañas criaturas a las que no se atrevió a dar nombre. Cuando buscaba un barco, un hombre vestido de etiqueta se le acercó y el príncipe le preguntó:

-Eso que hay ahí, ¿son islas de verdad?
-Claro que son islas de verdad -dijo el hombre del traje de etiqueta.
-¿Y qué son esas extrañas y turbadoras criaturas?
-Son todas ellas princesas auténticas.
-Entonces, ¡también Dios existe! -exclamó el príncipe.
-Yo soy Dios -repuso el hombre vestido de etiqueta, haciéndole una reverencia.

El joven príncipe regresó a su país lo antes que pudo.

-De modo que has regresado… -le dijo su padre, el rey.
-He visto islas. He visto princesas. Y he visto a Dios -le dijo el príncipe en son de reproche.
El rey no se conmovió en lo absoluto.
-Ni existen islas de verdad, ni princesas de verdad ni ningún Dios de verdad.
-¡Yo lo he visto!
-Dime cómo iba vestido Dios.
-Dios iba vestido con traje de etiqueta.
-¿Te fijaste si llevaba arremangada la chaqueta?
El príncipe recordó que, en efecto, así era. El rey sonrió.
-Eso no es más que el disfraz de los magos. Te han engañado.

Al oír esto, el príncipe regresó al país vecino, fue a la misma playa y encontró una vez más al hombre que iba vestido de etiqueta.

-Mi padre el rey me ha dicho -dijo el joven príncipe con indignación- quién es usted en realidad. La otra vez me engañó, pero no volverá a hacerlo. Ahora sé que eso no son islas de verdad ni princesas de verdad, porque usted es un mago.
El hombre de la playa sonrió.
-Eres tú, muchacho, quien está engañado. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero como estás sometido al hechizo de tu padre, no puedes verlas.

El príncipe regresó pensativo a su país. Cuando vio a su padre le miró a los ojos.

-Padre, ¿es cierto que no eres un rey de verdad, sino un simple mago?
El rey sonrió y se arremangó la chaqueta.
-Sí, hijo mío, no soy más que un simple mago.
-Entonces, el hombre de la playa era Dios.
-El hombre de la playa era otro mago.
-Tengo que saber la verdad auténtica, la que está más allá de toda magia.
-No hay ninguna verdad más allá de la magia -dijo el rey.

El príncipe se quedó muy triste.

-Me suicidaré -dijo.

El rey hizo que, por arte de magia, apareciese la muerte. La muerte se plantó en el umbral y llamó al príncipe. El príncipe se estremeció. Recordó las bellas aunque irreales islas, y las bellas aunque irreales princesas.

-Muy bien -dijo-. Creo que puedo soportarlo.
-Lo ves, hijo -dijo el rey-. También tú empiezas a ser un mago.

John Fowles, The Magus