Master en Terapia Cognitivo-Social, estrés y fobias

A partir de hoy, soy profesor (a distancia) del Master en Terapia Cognitivo Social de la Universidad de Barcelona, dirigido por mi amigo y maestro Guillem Feixas.

Me alegra mucho colaborar con los futuros graduados del mismo Master que me permitió introducirme en el fascinante territorio del constructivismo en psicoterapia. Espero que, de este modo, la teoría constructivista se extienda -y, con ella, la visión positiva, esperanzadora y reconocedora del ser humano, que buena falta nos hace en estos momentos de crisis mundial.

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¡No te dejes engañar!: cómo ser un buen consumidor de psicoterapia

Acudir a un psicoterapeuta es una de las decisiones más complicadas y difíciles que existen. En primer lugar, las personas que acuden se sienten, casi siempre, al borde de sus fuerzas. Han probado todo lo que se les ha ocurrido sin resultado alguno. Llevan semanas, meses o incluso años cargando con sus problemas sin haber podido solucionarlos por cuenta propia. A muchas les parece que están enloqueciendo o perdiendo el control; pueden haber considerado más de una vez la opción del suicidio.

En segundo, para los no iniciados, el mar de la psicoterapia (y de los tratamientos psicológicos en general) es proceloso y traicionero. A diferencia de prácticamente cualquier otra disciplina, los profesionales se presentan con títulos incomprensibles y rimbombantes, destinados más a sus colegas que al común de los mortales: “psicodramatista”, “sistémico”, “constructivista”, “psicoanalista”, “transpersonal”, “cognitivo-conductual”, “hipnoterapeuta”…

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“Gracias por venir”, o “buenos días, soy un don nadie”

Muchos terapeutas (sobre todo familiares) tienen la manía de empezar sus sesiones diciendo: “buenas, gracias por venir”. Creen que con esto se “acomodan” a la familia, haciéndola sentir mejor y más “aceptada”, reduciendo su “ansiedad” ante una situación desconocida, siendo afables y humanos…

Convirtiéndose, también, en perfectos inútiles. Porque al decir “gracias por venir”, el terapeuta está diciendo “buenos días, soy un don nadie”.

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El fetichismo de la técnica, o cambiarse a uno mismo

Ya he hablado del fetichismo de la técnica antes: de cómo, fascinados por una técnica terapéutica aparentemente mágica, olvidamos que las personas y las familias también piensan; cómo el centrarse en la técnica conduce al culto a la personalidad y a la visión del terapeuta como gurú; cómo el origen del fetichismo de la técnica es el deseo de paliar el temor del terapeuta al fracaso; y cómo ciertas teorías (o al menos, la manera en que son publicitadas) parecen favorecer el fetichismo técnico por encima de la formación humanista e integral del terapeuta.

A mi juicio, el fetichismo de la técnica (al que podríamos añadir el “fetichismo de la teoría”) hunde sus raíces en la formación de los psicólogos y gestores del cambio en nuestra sociedad. Si los psicólogos se creen con facilidad las audaces pretensiones de teorías o métodos no apoyados por la evidencia es porque no han sido entrenados para observar y poner en discusión sus propias ideas. En suma, porque son formados como técnicos, no como científicos; se les enseña a “aplicar” técnicas, no a desarmarlas, criticarlas, modificarlas o crearlas ex novo.

También por esto es que prácicamente no existe la investigación científica en psicología en Ecuador. Pues la ciencia, desde mi punto de vista, es sencillamente la disciplina de decir las cosas con tanta claridad que no podamos engañarnos acerca de su validez; y, a fortiori, de someterlas continuamente a prueba en la experiencia concreta y a discusión con los colegas.

Desgraciadamente, tampoco existen espacios de debate o discusión para los psicólogos y psicoterapeutas del Ecuador; a lo sumo, hay círculos donde los adeptos a cierta teoría se reúnen para repetir la homilía de los padres fundadores.

¿Fetichismo?

Hablar de “fetichismo” en este contexto parece escandaloso y polémico. Pero creo que es apropiado. El fetichismo consiste en otorgar a un ser inanimado características que sólo puede demostrar un ser vivo. Por ejemplo, el fetichista sexual se excita con las botas de aguja y la ropa de cuero, no con el cuerpo de su pareja; el fetichista de la mercancía de Karl Marx otorga a los bienes creados por el hombre una voluntad autónoma, etc. (Tal vez fue Erich Fromm el primero en aunar ambas vertientes al definir el fetichismo como una consecuencia del “culto a la muerte”, la necrofilia).

En la terapia o los procesos de cambio humano, el fetichista de la técnica es quien entrega a ésta el poder de generar o acelerar las mejorías de las personas. Es decir, es la técnica correctamente ejecutada, y no su artífice, quien produce el cambio. La técnica, no la persona, es el protagonista.

Una variante de esto es el “fetichismo de la teoría”: la creencia de que cuanto más profunda, erudita y densa sea la teorización de un caso, más probabilidades hay de mejoría. Los psicoanalistas (ante todo los lacanianos) son particularmente proclives a este error.

La observación atenta y desapasionada sugiere que en ambos casos se entrega a un agente inanimado (la técnica o la teoría) responsabilidades y competencias que sólo un ser vivo puede ejercer.

Acallar el miedo

Pero ¿por qué lo hacemos?

Las profesiones psi son particularmente difíciles, por varias razones. Una, la gente no cree en los psicólogos (en buena medida, porque los psicólogos no hemos hecho nada para que nos crean); dos, para muchos representantes del resto de ciencias, la psicología es, en el mejor de los casos, una disciplina “blanda”, carente de objetividad; y, en el peor, un conjunto de despropósitos bienintencionados pero inútiles.

En Ecuador, por ejemplo, el grueso (por no decir la totalidad) de la producción científica en ciencias sociales se limita a la sociología, la antropología y la politología (o “ciencia” política). Salvo honrosas excepciones, brillan por su ausencia cátedras de posgrado en psicología social, aplicaciones de la psicología al problema del desarrollo y la pobreza, etc. Sociólogos, antropólogos y cientistas políticos ven a los psicólogos por encima del hombro. (Con razón: cuando les piden una explicación sólida y convincente de algún problema social, la mayoría de psicólogos responden con la “baja autoestima” y otros conceptos-comodín de dudoso valor científico).

Por esto, muchos psicólogos naufragan en el intento de convencer a los demás de su utilidad. Terminan tirando la toalla y trabajando en cualquier otra cosa. Y cuando deciden perseverar, sobre todo en el ámbito de la atención pública, reciben casos desesperados y que nadie más quiere o puede atender.

¿Cómo sobrevivir? Un recurso fácil (pero, a la larga, autodestructivo) es apelar al fetichismo de la técnica. Tomo unos cuantos cursos en una técnica que se presenta como increíblemente eficaz; así, cuando me viene un paciente con el que no sé tratar, se la aplico ¡y listo! Mi única responsabilidad es hacerlo correctamente; pero la técnica misma se encarga de producir el cambio. Yo no tengo por qué comprometerme, ni reflexionar acerca de mi práctica cuando no funciona. (De hecho, si no funciona, lo más probable es que nunca me entere, porque el paciente dejará de asistir sin comentármelo. ¡Así de buenos son los pacientes!)

El fetichismo, como también señalara Fromm, sirve siempre para acallar un miedo: el de enfrentarse a la incertidumbre, de aceptar que no tengo control sobre las cosas, de sumergirme en el abismo, a veces sublime y a veces terrorífico, del alma de otra persona.

De este miedo a la incertidumbre se aprovechan los adalides de las técnicas mágicas: “con esto se puede curar cualquier cosa”, afirman, haciendo un daño inconcebible tanto a los psicólogos como a los pacientes.

¿Qué se necesita para cambiar?

A este respecto, la investigación es indiscutible. Desde el punto de vista del paciente, todo cambio duradero y positivo requiere de dos componentes: un sólido compromiso y una atención permanente. Sin compromiso y atención, los cambios son pasajeros -y, a veces, contraproducentes.

Desde el punto de vista del terapeuta, favorecer el cambio supone atender a dos “factores comunes” de toda terapia: la calidad del contrato terapéutico (¿qué es lo que vamos a hacer? ¿Con qué objetivos? ¿Cómo sabremos que hemos tenido éxito o que estamos fallando?) y la alianza terapéutica. Es decir, la confianza que el paciente deposita sobre el terapeuta y la esperanza que abriga de, con su apoyo, mejorar.

Cuando no hay compromiso, las personas terminan decepcionadas. La mejor terapia es la que convierte al paciente en su propio terapeuta. Pero si el “principio activo” del cambio es la voz del terapeuta, o su ritmo, o un aparato que me pone sobre las sienes; si, como se diría en teoría cognitiva, la atribución es totalmente “externa”, el paciente termina convencido de que el problema se escapa de su esfera de influencia y de que puede modificarlo sin involucrarse personalmente. Puede sentirse mejor frente a una cosa; pero se considera menos competente de cara a su vida en general.

Personas, no técnicas

Es hora de regresar a las personas, no a las técnicas o las palabras. De volvernos humildes en nuestros logros pero aventurados en nuestras hipótesis. De admitir que podemos hacer poco, pero extremadamente valioso. Que no tenemos la panacea para curar todo sufrimiento, pero sí la certeza de que el sufrimiento es humano, legítimo, imprescindible en una vida bella y llena de sentido.

Es hora de perfeccionar la formación de terapeutas y agentes de cambio, de ayudarlos a reflexionar acerca de sí mismos y sus supuestos.

Es hora, en definitiva, de recordar que el terapeuta también es una persona; y que, si quiere cambiar el mundo, ha de empezar por cambiarse a sí mismo.

La culpa es de los psicólogos, o “baja autoestima”

Con cierta frecuencia, al empezar una conversación (terapéutica o no), las personas me dicen: “Ah, ¿psicólogo? ¡Yo no creo en los psicólogos!”

Tienen toda la razón. Yo tampoco creería, visto lo visto.

Freud

Pues me parece a veces que los psicólogos creamos más sufrimiento del que intentamos evitar.

Un ejemplo célebre es Freud, cuyas audaces ideas del primer cuarto del S. XX se convirtieron en dogmáticas “certezas” en el segundo cuarto. Por ejemplo, que los recuerdos dolorosos “se reprimen inconscientemente” (falso y peligroso), que las fobias tienen su origen en problemas sexuales (falso y además ridículo), que la curación de un trastorno pasa por “recordar” el “trauma” que lo causó (falso, peligroso y doloroso)… En fin: certezas que todavía hoy circulan en los libros de psicología popular y los especiales televisivos. Certezas que causan problemas y agravan los ya existentes.

Una persona acude al psicólogo para que la ayude a no tener miedo de las arañas; éste afirma que “toda fobia tiene su origen en la sexualidad” y que para ayudarla será necesario indagar en su relación con sus padres, lo que tomará, al menos, seis meses a razón de una sesión a la semana. La persona sale de la consulta sintiéndose inútil e indefensa. Antes tenía sólo una fobia; ahora tiene una fobia, una dificultad sexual indefinida y la creencia de que sin seis meses de hurgar en su pasado jamás podrá mejorar.

Parece una caricatura pero sucedió en la realidad (he cambiado algunos datos para mantener la confidencialidad de quien me lo contó).

Hoy en día, la fuente más importante de sufrimiento gratuito es el “autoestima”. La mayor parte de gente que atiendo afirma tarde o temprano que “tiene baja autoestima”; más aún, que esa es la “causa” de sus problemas. “Como tengo baja autoestima, no puedo… (conseguir o mantener un buen trabajo, dejar a mi actual pareja, llevarme bien con mis hijos, etc.)”

Es culpa nuestra: casi cada vez que escucho a un psicólogo en la radio o la televisión sale a relucir la bendita “autoestima” como “explicación” de los problemas. Existen innumerables sitios que aconsejan cómo “aumentar” el autoestima, libros que prometen métodos fáciles y rápidos, cursos… Toda una industria. La noción de “autoestima”, alguna vez útil, ha sustituido a la de “complejo” a la hora de ofrecer explicaciones simplistas y rápidas para casi cualquier malestar.

El problema es que no sirve de nada.

Porque el autoestima es sencillamente el resultado de comparar nuestros logros o capacidades con la magnitud de nuestras dificultades. Si nos consideramos fuertes, competentes, hábiles, lo suficiente como para afrontar lo que anticipamos que se nos avecina, el saldo es positivo y nuestra autoestima sólida; si nos vemos más débiles de lo que creemos necesitar para plantar cara a nuestras dificultades, nuestra autoestima cae en números rojos.

En otras palabras, el autoestima cambia continuamente en función de qué tan graves son nuestros problemas y de cuántos recursos disponemos para resolverlos. No es, en sí misma, causa de nada. De poco sirve “fortalecerla” artificialmente porque, por más que nos sintamos mejor, nuestros problemas siguen presentes. Y como no hemos aprendido nuevas maneras de abordarlos, fallamos y nos volveremos a sentir inútiles o fracasados; y regresamos a la librería en pos de un nuevo texto de autoayuda o un nuevo “taller de desarrollo personal”… El ciclo vuelve a empezar.

(Como el velocímetro de un auto. Cuando aceleramos, el velocímetro aumenta; pero no podemos acelerar empujando la aguja del velocímetro…)

Lo que cabe hacer es no “aumentar” el autoestima sino ayudar a la persona a desarrollar recursos nuevos para resolver sus problemas; porque cuando lo haga, su autoestima mejorará por sí sola. Tal vez tarde un poco más, pero se mantiene a largo plazo.

Así, por culpa de los psicólogos y su simplificado uso del “autoestima” como explicación universal, la mayor parte de personas que se topan repetidas veces con una misma dificultad concluyen que tienen un defecto de fábrica: “baja autoestima”. Luchan denodadamente contra él lo mejor que pueden; sin lograr avances, desde luego. No porque sean incapaces sino porque su misma lucha sostiene el problema: cuanto más se esfuerzan en “aumentar el autoestima” más descuidan la búsqueda de otras soluciones a sus problemas.

Es entonces cuando llaman a nuestra puerta. Por desgracia, muchos psicólogos responden con más de lo mismo: “su problema es que no tiene buena autoestima”.

La culpa es de los psicólogos, en muchos casos. Por eso no creo en ellos.

¿Cómo es el “paciente en Ecuador”?

Quienes hacemos psicoterapia en Ecuador tendemos a encontrarnos una y otra vez con el mismo fenómeno: la profunda dificultad de muchas personas a la hora de explicar sus malestares y emociones. A juzgar por los comentarios compartidos con varios colegas, las conversaciones terapéuticas suelen estancarse en el mismo punto:

T: Bueno, y ¿cómo te sientes?
C: Mal…
T: [siencio] Ajá… Mal, ¿de qué manera?
C: ¡Mal pues! ¡Mal! ¿Qué no sabe lo que es “mal”?

“¡Mal pues!” No “triste”, “molesto”, “rencoroso”, “inquieto”, “culpable”, “dolido”, “angustiado”, “afligido”… ¡Sencillamente “mal”! Y pasar del “mal” a cualquier expresión más específica suele tardar mucho y costar tiempo, paciencia y recursos.

Si es así, ¿de qué se trata? ¿Alexitimia? ¿Desconfianza? ¿Un lenguaje carente de expresiones emocionales suficientemente diferenciadas?

Podría ser.

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Yo, sin embargo, me inclino por otra hipótesis: déficit metacognitivo sostenido por formas de socialización premodernas que conviven sincréticamente con las prácticas ultramodernas de las urbes contemporáneas. Sigo la línea propuesta por el psicoanalista Allan Castelnuovo (desgraciadamente olvidado en nuestro país ¡por los que fueron sus alumnos!) hace ya veinte años, relacionándola con los hallazgos de la escuela italiana de terapia cognitiva.

Ayer he dictado una conferencia sobre este tema en el Congreso Ecuatoriano de Estudiantes de Psicología, CEEPSI.

Espero publicar estas reflexiones en un futuro no muy lejano. Entretanto, la presentación que he usado en la conferencia está disponible aquí.