“Soy terapeuta, a secas”: el fin de las escuelas psicoterapéuticas, última parte

En anteriores entregas he afirmado que las escuelas terapéuticas deben desaparecer. He presentado tres razones:

  1. La mayor parte de terapeutas eligen “escuela” no por su eficacia sino porque coincide con sus prejuicios y visión del mundo;
  2. Según la investigación, el principal predictor del éxito en terapia no es la técnica o “corriente” que el terapeuta emplee sino la interacción entre su persona y las de los pacientes, sobre todo en lo que se refiere a su capacidad de crear alianzas terapéuticas sólidas y negociar contratos terapéuticos viables, lo cual requiere una visión fundada en la esperanza, no en el déficit;
  3. Los hallazgos de la neurociencia, la psicoterapia empírica, la ciencia cognitiva y la psicología social convergen, lentos pero inexorables, hacia un núcleo de hipótesis comunes, la más importante de las cuales es la intersubjetividad radical (y, añado ahora, el dejar atrás las perspectivas centradas en la homeostasis para alcanzar otras más eficaces y plausibles, centradas en el cambio adaptativo y los equilibrios dinámicos).

Y añadido una cuarta, más general y ubicua, que dejé inconclusa en la anterior entrega: la “mentalidad ingenieril” o “mecanicismo”, la suposición de que comprender y controlar son una y la misma cosa; de que el ser humano “funciona” como una máquina y puede, por ende, ser manejado pulsando los botones adecuados (llámense “estímulos”, “recompensas”, “incentivos” o “castigos”).

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Principios de la Terapia Breve Relacional basada en la Consciencia

He regresado hace cosa de un mes de Guadalajara, México, luego de visitar nuevamente el Instituto Tzapopan. La vez anterior presenté mi método para interpretación de los sueños basado en la psicología cognitiva, la neurociencia y el trabajo experiencial. En esta ocasión he compartido las bases de una forma de promover el cambio más amigable, sutil, elegante y precisa: la terapia relacional basada en la consciencia (de la cual pongo un ejercicio práctico al final de este escrito).

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El fetichismo de la técnica, o cambiarse a uno mismo

Ya he hablado del fetichismo de la técnica antes: de cómo, fascinados por una técnica terapéutica aparentemente mágica, olvidamos que las personas y las familias también piensan; cómo el centrarse en la técnica conduce al culto a la personalidad y a la visión del terapeuta como gurú; cómo el origen del fetichismo de la técnica es el deseo de paliar el temor del terapeuta al fracaso; y cómo ciertas teorías (o al menos, la manera en que son publicitadas) parecen favorecer el fetichismo técnico por encima de la formación humanista e integral del terapeuta.

A mi juicio, el fetichismo de la técnica (al que podríamos añadir el “fetichismo de la teoría”) hunde sus raíces en la formación de los psicólogos y gestores del cambio en nuestra sociedad. Si los psicólogos se creen con facilidad las audaces pretensiones de teorías o métodos no apoyados por la evidencia es porque no han sido entrenados para observar y poner en discusión sus propias ideas. En suma, porque son formados como técnicos, no como científicos; se les enseña a “aplicar” técnicas, no a desarmarlas, criticarlas, modificarlas o crearlas ex novo.

También por esto es que prácicamente no existe la investigación científica en psicología en Ecuador. Pues la ciencia, desde mi punto de vista, es sencillamente la disciplina de decir las cosas con tanta claridad que no podamos engañarnos acerca de su validez; y, a fortiori, de someterlas continuamente a prueba en la experiencia concreta y a discusión con los colegas.

Desgraciadamente, tampoco existen espacios de debate o discusión para los psicólogos y psicoterapeutas del Ecuador; a lo sumo, hay círculos donde los adeptos a cierta teoría se reúnen para repetir la homilía de los padres fundadores.

¿Fetichismo?

Hablar de “fetichismo” en este contexto parece escandaloso y polémico. Pero creo que es apropiado. El fetichismo consiste en otorgar a un ser inanimado características que sólo puede demostrar un ser vivo. Por ejemplo, el fetichista sexual se excita con las botas de aguja y la ropa de cuero, no con el cuerpo de su pareja; el fetichista de la mercancía de Karl Marx otorga a los bienes creados por el hombre una voluntad autónoma, etc. (Tal vez fue Erich Fromm el primero en aunar ambas vertientes al definir el fetichismo como una consecuencia del “culto a la muerte”, la necrofilia).

En la terapia o los procesos de cambio humano, el fetichista de la técnica es quien entrega a ésta el poder de generar o acelerar las mejorías de las personas. Es decir, es la técnica correctamente ejecutada, y no su artífice, quien produce el cambio. La técnica, no la persona, es el protagonista.

Una variante de esto es el “fetichismo de la teoría”: la creencia de que cuanto más profunda, erudita y densa sea la teorización de un caso, más probabilidades hay de mejoría. Los psicoanalistas (ante todo los lacanianos) son particularmente proclives a este error.

La observación atenta y desapasionada sugiere que en ambos casos se entrega a un agente inanimado (la técnica o la teoría) responsabilidades y competencias que sólo un ser vivo puede ejercer.

Acallar el miedo

Pero ¿por qué lo hacemos?

Las profesiones psi son particularmente difíciles, por varias razones. Una, la gente no cree en los psicólogos (en buena medida, porque los psicólogos no hemos hecho nada para que nos crean); dos, para muchos representantes del resto de ciencias, la psicología es, en el mejor de los casos, una disciplina “blanda”, carente de objetividad; y, en el peor, un conjunto de despropósitos bienintencionados pero inútiles.

En Ecuador, por ejemplo, el grueso (por no decir la totalidad) de la producción científica en ciencias sociales se limita a la sociología, la antropología y la politología (o “ciencia” política). Salvo honrosas excepciones, brillan por su ausencia cátedras de posgrado en psicología social, aplicaciones de la psicología al problema del desarrollo y la pobreza, etc. Sociólogos, antropólogos y cientistas políticos ven a los psicólogos por encima del hombro. (Con razón: cuando les piden una explicación sólida y convincente de algún problema social, la mayoría de psicólogos responden con la “baja autoestima” y otros conceptos-comodín de dudoso valor científico).

Por esto, muchos psicólogos naufragan en el intento de convencer a los demás de su utilidad. Terminan tirando la toalla y trabajando en cualquier otra cosa. Y cuando deciden perseverar, sobre todo en el ámbito de la atención pública, reciben casos desesperados y que nadie más quiere o puede atender.

¿Cómo sobrevivir? Un recurso fácil (pero, a la larga, autodestructivo) es apelar al fetichismo de la técnica. Tomo unos cuantos cursos en una técnica que se presenta como increíblemente eficaz; así, cuando me viene un paciente con el que no sé tratar, se la aplico ¡y listo! Mi única responsabilidad es hacerlo correctamente; pero la técnica misma se encarga de producir el cambio. Yo no tengo por qué comprometerme, ni reflexionar acerca de mi práctica cuando no funciona. (De hecho, si no funciona, lo más probable es que nunca me entere, porque el paciente dejará de asistir sin comentármelo. ¡Así de buenos son los pacientes!)

El fetichismo, como también señalara Fromm, sirve siempre para acallar un miedo: el de enfrentarse a la incertidumbre, de aceptar que no tengo control sobre las cosas, de sumergirme en el abismo, a veces sublime y a veces terrorífico, del alma de otra persona.

De este miedo a la incertidumbre se aprovechan los adalides de las técnicas mágicas: “con esto se puede curar cualquier cosa”, afirman, haciendo un daño inconcebible tanto a los psicólogos como a los pacientes.

¿Qué se necesita para cambiar?

A este respecto, la investigación es indiscutible. Desde el punto de vista del paciente, todo cambio duradero y positivo requiere de dos componentes: un sólido compromiso y una atención permanente. Sin compromiso y atención, los cambios son pasajeros -y, a veces, contraproducentes.

Desde el punto de vista del terapeuta, favorecer el cambio supone atender a dos “factores comunes” de toda terapia: la calidad del contrato terapéutico (¿qué es lo que vamos a hacer? ¿Con qué objetivos? ¿Cómo sabremos que hemos tenido éxito o que estamos fallando?) y la alianza terapéutica. Es decir, la confianza que el paciente deposita sobre el terapeuta y la esperanza que abriga de, con su apoyo, mejorar.

Cuando no hay compromiso, las personas terminan decepcionadas. La mejor terapia es la que convierte al paciente en su propio terapeuta. Pero si el “principio activo” del cambio es la voz del terapeuta, o su ritmo, o un aparato que me pone sobre las sienes; si, como se diría en teoría cognitiva, la atribución es totalmente “externa”, el paciente termina convencido de que el problema se escapa de su esfera de influencia y de que puede modificarlo sin involucrarse personalmente. Puede sentirse mejor frente a una cosa; pero se considera menos competente de cara a su vida en general.

Personas, no técnicas

Es hora de regresar a las personas, no a las técnicas o las palabras. De volvernos humildes en nuestros logros pero aventurados en nuestras hipótesis. De admitir que podemos hacer poco, pero extremadamente valioso. Que no tenemos la panacea para curar todo sufrimiento, pero sí la certeza de que el sufrimiento es humano, legítimo, imprescindible en una vida bella y llena de sentido.

Es hora de perfeccionar la formación de terapeutas y agentes de cambio, de ayudarlos a reflexionar acerca de sí mismos y sus supuestos.

Es hora, en definitiva, de recordar que el terapeuta también es una persona; y que, si quiere cambiar el mundo, ha de empezar por cambiarse a sí mismo.

Upaya y terapia

El budismo es proceso y no contenido
Como bien señala Alan Watts, el budismo debe entenderse no como una “filosofía” sino como un diálogo; es decir, no como un contenido específico de sabiduría a “transmitir” sino como un proceso de aprendizaje y crecimiento espiritual en el contexto de la relación entre aprendiz y maestro.

En realidad, el diálogo es también el inicio de la filosofía griega. Parece que Platón coincidía, a este respecto, con el Buddha; sus escritos consisten justamente de diálogos donde lo que prima es el proceso de búsqueda de la verdad, ejemplificado por las preguntas de Sócrates, por sobre el contenido especifico o el tema en debate.
Parecida estructura tienen otras obras maestras de la filosofía; más recientemente, las Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein, escritas como una conversación del filósofo consigo mismo donde los argumentos se suceden y superponen de manera errática, entremezclados con ejemplos y “experimentos mentales“.

Upaya: medios convenientes
En el diálogo budista, el maestro utiliza los llamados Upaya, “medios hábiles” o convenientes para “despertar” al discípulo poniendo en jaque su lógica para forzarle a salir de ella. El koan zen es un heredero de estos upaya; como, por ejemplo, la siguiente historia:

Un monje pidió a Zhaozhou que fuera su maestro.
Zhaozhou le preguntó: “¿has comido ya?”
“Sí”, respondió el discípulo.
“Entonces, ve y lava tu plato”.
En ese momento, el discípulo alcanzó la liberación.

El aparente sinsentido del cuento es precisamente la fuente de su poder; pero sólo puede ser experimentado, no explicado. Y si alguien objeta que esto es absurdo e imposible, basta con indicarle que lo mismo ocurre en todos los terrenos de la existencia.
Un chiste, por ejemplo, no puede explicarse; si hace falta explicarlo, pierde toda su gracia -y deja de ser un chiste para volverse una sucesión de palabras. La risa es el único indicador de la comprensión -como el llanto o los suspiros indican que se ha entendido un buen poema y los gemidos, que se ha disfutado de una buena comida.

La visión yang: el upaya como “poder”
La tradición estratégica, tan típicamente yang, ha enfatizado la “habilidad” técnica del “maestro”, su ingenio, vivacidad y “poder”. Milton Erickson ocupa, en el panteón estratégico, el lugar de los maestros zen más reputados: su figura continúa generando controversia, admiración rayana en la idolatría -¡y un mercado nada despreciable de seminarios, congresos, talleres y terapeutas!
La fascinación se debe, creo yo, al aura de magia que lo rodea y que se acentúa con cada nuevo seminario e historia, donde Erickson resuelve síntomas o patologías de larga data con una o dos frases cegadoramente penetrantes, una o dos prescripciones paradójicas, una o dos metáforas insondables.

Y lo triste es que, por más que el propio Erickson luchara toda su vida contra la idea de que el hipnotista tiene un “poder” sobre el hipnotizando, su figura y el modo en que es utilizada ha contribuido, quizá más que ninguna otra cosa, a la creación y decadencia de algunos de los más temibles gurúes de la psicoterapia -y a la concepción de la terapia como una batalla y del terapeuta como un “amo de la guerra psicológica” por el “bien” de las personas.

Desmitificando a Erickson
La realidad era mucho más prosaica (según Scot Giles, hipnoterapeuta mundialmente famoso). Efectivamente, Erickson podía hacer entrar en trance a una persona con un solo gesto -y es esto lo que más se publica y afirma.
Lo que se olvida decir, a sabiendas o no, es que para conseguir dicha proeza Erickson dedicaba seis u ocho sesiones preparatorias a enseñar a la persona a entrar en trance -¡y cobraba cada una de ellas!

Sus intervenciones, pues, no eran ni tan “brillantes” ni tan “espontáneas” como se suele creer; se basaban en un extenso conocimiento de la persona y su contexto, y sucedían en medio de una terapia más o menos prolongada.

Quizás Erickson contribuyó inadvertidamente a su mitificación. Por un lado, cuando redactaba sus historias clínicas se centraba en las últimas sesiones, en las cuales introducía las intervenciones que le han ganado fama (regresiones a un período anterior al síntoma, prescripciones sintomáticas paradójicas, etc). Y, por otro, hacía demostraciones públicas de hipnosis en seminarios y conferencias con singular éxito. Pero allí sus sujetos eran psicólogos o psiquiatras con años de entrenamiento en alguna escuela psicológica y con cierta experiencia en hipnosis; ¡totalmente diferentes del paciente promedio!

La visión budista: el upaya y la compasión
Esta perspectiva yang, aunque atractiva, termina por traicionar el sentido original del upaya -que era, naturalmente, yin.

En el budismo, el upaya no nace de la habilidad o competencia técnica del maestro sino de su compasión; de su capacidad de vibrar al unísono con la experiencia de sus discípulos, de entender su sufrimiento como propio y señalar con su actividad la salida de la trampa, la vía a la trascendencia.

La razón es muy sencilla: cada persona es un mundo, cada caso es diferente. No pueden formularse reglas universales; o más bien, han de formularse, pero nunca seguirse al pie de la letra. Si el maestro siguiera una regla para liberar al discípulo, no habría necesidad del maestro, sólo de la regla; cosa que olvidan quienes se esmeran en redactar los manuales de psicoterapia que tanto éxito tienen entre los estudiantes.

Asimismo, si el maestro hubiera de seguir una regla, él tampoco estaría liberado, sino cautivo de la misma regla; ¡mal podría liberar a nadie!

El upaya, la palabra justa o el silencio exactos, nacen de la compasión, no de la razón.

Equivalentes contemporáneos del upaya
Me parece que la idea de upaya, tal y como se sigue en la vía zen, se asemeja al “perturbador estratégico” de la terapia posracionalista, donde el terapeuta desequilibra hábilmente los “significados” del paciente, su forma de explicarse y organizar su experiencia, con el fin de moverlo a complejizarla y flexibilizarla.

Algo parecido persiguen la “confrontación” de Minuchin, la “contraparadoja” de Milán y las locuras que profería Whitaker, el más zen de los pioneros sistémicos: perturbar el “sistema familiar” retándolo a ampliarse. Todos ellos coincidían en que el terapeuta debe “ingresar” a la familiar, “coparticipar” con ella, antes de “confrontarla”.

Es decir, que la intervención se cocina en el caldo de la compasión y la empatía -aunque la técnica determine su sazón.

Dos ejemplos célebres de Upaya
Para terminar, dos ejemplos de upaya famosos y brillantes, sin más comentario.

El primero es una anécdota de Alfred Korzybski, fundador de la Semántica General, inspirador de Bateson y Kelly y autor de la archiconocida frase “El mapa no es el territorio“.

Habían pedido a Korzybski que diese una conferencia en una prestigiosa escuela femenina donde tenían una “alumna problema”, demasiado pedante y pagada de sí misma. Korzybski, que siempre daba sus charlas sentado detrás de una mesa, pidió a la chica (tras ser presentado) que se sentara junto a él. Ella aceptó inmediatamente, llena de orgullo.

En medio de la charla, Korzybski extrajo de sus bolsillos una cajetilla de cigarrillos, una boquilla y una caja de fósforos; luego, sin dejar de hablar, colocó ostentosamente un cigarrillo en la boquilla. La chica, que había contemplado la escena con interés, avanzó hacia la caja de fósforos y, a una señal casi imperceptible de Korzybski, procedió a tomarla para encender su cigarrillo. Para su sorpresa ¡la caja estaba vacía!
En ese punto, Korzybski interrumpió su conversación y la miró fijamente, al igual que todos los asistentes. La chica, sin inmutarse, dio vuelta a la caja y espetó: “¿A quién se le ocurre andar con una caja de fósforos vacía?”
Con un gesto displicente, Korzybski replicó: “Querida, el mundo es mucho más grande de lo que puedes imaginarte”; y depositó la boquilla en la mesa.

Al rato, sin dejar de hablar, sacó de su bolsillo otra caja de fósforos, la puso en la mesa y tomó la boquilla. La chica, una vez más, esperó ansiosa para encender el cigarrillo; pero esta vez, se acercó la caja al oído y la agitó; y al escuchar el sonido de las cerillas, la abrió y tomó una. ¡Estaba usada! ¡Todas lo estaban!
Un tanto avergonzada, tiró la caja sobre la mesa y exclamó: “¡Están usadas! ¡No puedo creer que usted lleve cerillas usadas! ¡Mi padre nunca haría eso!”
Korzybski la miró con impaciencia y le dijo: “El mundo es un lugar mucho más grande y complejo de lo que tu padre o tu madre pudieron nunca imaginar”; y dejó, nuevamente, la boquilla en la mesa.

Minutos más tarde, sacó una tercera caja del bolsillo y la puso sobre la mesa. La chica, sin esperar a que Korzybski cogiera la boquilla, se acercó la caja al oído y la agitó. ¡Nada! La devolvió a la mesa, miró con sorna al viejo calvo y regordete, y se sentó nuevamente con un aire triunfal.

Korzybski, sin dejar de hablar, se puso la boquilla en la boca, tomó la caja y la abrió con un golpe seco. Estaba llena de cerillas; tan llena, de hecho, que no quedaba espacio para que se movieran o hicieran ruido. Sin darle importancia, tomó una, la golpeó contra la caja y encendió por fin su cigarrillo. Y así continuó con su conferencia, mientras la chica, a su lado, se sentía cada vez más molesta, fascinada -y pequeña.

El segundo, una anécdota de un monje zen contada por Alan Watts.

El monje había sido invitado a la ceremonia del té en la mansión de un prominente político. Una vez allí, constató, al detectar una cierta calma en sus movimientos, que una de las sirvientas había recibido entrenamiento zen; así que cuando hubo concluido la ceremonia y empezado el momento de la charla informal, el monje le hizo señas para que se acercara. Cuando la tuvo enfrente, le dijo: “Quiero hacerte un regalo”; y tomando con las pinzas un carbón ardiente del incensario que estaba a su lado, se lo ofreció.

Rechazar un regalo de parte de un superior es una afrenta inconcebible en Japón; así que la muchacha alargó las mangas de su precioso kimono ceremonial y tomó el trozo de carbón con ellas, quemándolas horriblemente.

Acto seguido, la muchacha respondió: “También yo quisiera hacerle un regalo”; y procedió a ofrecerle otro pedazo de carbón al rojo vivo. “Muchas gracias”, replicó el monje, mientras lo usaba para encender el cigarrillo que ya había preparado.

Las familias también piensan, o del colmo de la terapia estratégica

La pausa y la estrategia en terapia
Uno de los puntales de la terapia estratégica es la pausa para “consultar con el equipo terapéutico” que observa desde el otro lado del espejo. Se supone que, durante dicha pausa, el equipo analiza la entrevista y perfila una “intervención” o una “estrategia” destinada (en función de la teoría que se asuma) a “cuestionar la epistemología de la familia”, “aumentar su implicación emocional mediante la confrontación”, “evidenciar los conflictos y lealtades subyacentes”, etc. Luego, el terapeuta vuelve a entrar a la consulta, pone en práctica dicha estrategia y (según el modelo clásico y para no “diluir” la potencia de la intervención) despide a la familia sin más “hasta la próxima cita”.

“¿De qué estarán hablando allí detrás?”
Es posible que este procedimiento genere cierta incomodidad en algunas familias; si es así, procuran no decirlo -¡son muy comprensivas con los terapeutas! Cabe imaginar, de todos modos, que las familias se preguntan qué hacen los terapeutas cuando no los están viendo -como se lo preguntaría cualquiera si supiera que van a hablar de él a sus espaldas. Pues bien: como testigo recurrente de estas escenas, me atrevería a responder que los terapeutas no hacen demasiado. Aunque también hacen más de la cuenta.

Me explico. Parte del proceso consiste en “elaborar hipótesis” que muestren la “circularidad sistémica” del síntoma, el por qué la hija deja de comer cuando el padre se encierra en su mutismo como respuesta a las veladas críticas de la madre. A continuación, un par de ejemplos de hipótesis perfectamente defendibles:

  • La hija, a través de su anorexia, se está sacrificando con el fin de desviar la atención de los padres hacia su enfermedad y no hacia sus conflictos maritales, derivados de la continua intrusión de la abuela paterna. Al mismo tiempo, mantiene a raya a la madre sin dejar de responder a sus constantes instigaciones en contra del padre.
  • La anorexia de la hija es un chantaje que permite equilibrar el juego de poderes de la familia, pues sostiene una coalición que ha establecido con su padre en contra de su madre, en dependencia de la que ésta ha mantenido con el abuelo paterno. El síntoma viene a ser una “huelga de hambre” con la que la chica amenaza a su madre cada vez que ésta pretende alejarse de su padre, y a la vez, mantiene al padre a distancia de la madre.

“¿Se lo puedes decir a la familia?”
Yo solía también proceder así, hasta que un día, uno de mis maestros, particularmente sagaz, interrumpió una de estas “hipótesis” preguntando: “y esto, ¿se lo podrías decir a la familia?” Y ante nuestras caras de perplejidad, continuó: “es que si no puedes, posiblemente no te sea de mucha ayuda, ni a ellos tampoco. ¿Qué les parece si nos dedicamos a pensar en cosas que sí podamos decirles?”

Entonces empecé a vislumbrar el valor de la terapia yin. Hacíamos demasiado, elaborando hipótesis cada vez más complejas y estilizadas para “explicar” el síntoma; y demasiado poco, pues nuestra “explicación” no nos permitía comprender a los miembros de la familia, resonar con su dolor y su pasión, hablarles desde el corazón y en términos que pudieran comprender.

Demasiado, pero muy poco en realidad.

El colmo de la estrategia: o las familias también piensan
Hoy he recordado esa escena a propósito de la siguiente viñeta (tomada de Problemas y Soluciones en terapia familiar y de pareja, de J. Carpenter y A. Treacher, quienes a su vez la tomaron de Brian Cade):


¡Fantástica! Porque saca a la luz el absurdo de la “estrategia” llevada al extremo: que las familias también piensan y, a veces, piensan acerca de sus terapeutas. Pero la teoría estratégica suele suponer o que no lo hacen o que lo hacen con menos “habilidad” que el terapeuta, que tiene que “engañarlos por su propio bien” o someterlos a una “contraparadoja terapéutica” para “forzarlos a salir del atolladero”.

No nos extraña, como terapeutas, encerrarnos durante media hora en una habitación a perfilar una “estrategia” para abordar a la familia; ¡pero nos parecería una aberración que la familia hiciera lo propio! Y sin embargo, estarían en su derecho; sin embargo, lo hacen constantemente -sólo que sin usar términos como “coalición”, “mistificación” y “jerarquías”.

Así, cuando deja de ser un aspecto para convertirse en la totalidad de la terapia, la estrategia sirve básicamente para distanciarnos de las familias -y mantener la ilusión de que podemos verlas “desde fuera”, elaborar “tácticas” y “modificar su estructura o epistemología”.

Porque, mal que nos pese, los terapeutas también somos humanos.

“Y si pasa tal cosa, ¿qué hago?”

Como hemos dicho, la pregunta que siempre se plantea uno cuando comienza a aprender es: “y si ocurre tal cosa, ¿qué hago?” Las escuelas yang ofrecen respuestas claras, concisas y definidas, que facilitan el aprendizaje y reducen la ansiedad del terapeuta. Por eso puede que sea buena idea introducirse al mundo de la terapia familiar sistémica a través de ellas. Uno sigue sintiéndose nervioso y dudando de su propia capacidad como terapeuta; pero puede echar mano de las “técnicas” y paliar su temor amparándose en la sombra de los “grandes”: “no puedo fallar tanto (se consuela uno en voz baja) si repito lo que Haley solía hacer, o lo que Minuchin indica en la página 123 de Familias y Terapia Familiar“.

Sin embargo, el abordaje yin sugeriría que esta es sólo una etapa a lo largo del proceso de aprendizaje (que culmina con la creación del “estilo terapéutico”). En efecto, se empieza aplicando una técnica una y otra vez, cotejando sus resultados, analizando su orden e intensidad. Pero cuando la técnica ya ha sido aprendida, se introduce en la actividad del terapeuta sin solución de continuidad, fluida y flexible. Ya lo dice el Chuang-Tsé:

Cuando el zapato se adapta, se olvida el pie;
Cuando el cinturón se adapta, se olvida el estómago;
Cuando el corazón (la mente) está bien, el pro y el contra se olvidan.

De hecho, muchos fragmentos de este clásico taoísta se dedican a esta misma reflexión; por ejemplo, esta maravillosa descripción del carnicero del príncipe Wen Hui al destazar un buey.

La técnica sirve para acallar el miedo
Yendo un poco más allá, podríamos pensar incluso que la función principal de la técnica, en el caso de la terapia, es acallar el miedo al fracaso del terapeuta en formación, permitiéndole así, a la larga, ignorarlo y ser consciente de sus propias resonancias, usándolas para orientarse en la escena terapéutica. Es decir, le dejan libre y relajado para atender a las vivencias de las personas con las que trata (y no a su propia incomodidad, inseguridad, duda o desconfianza).

Casualmente, cuando se manejan un par de técnicas, uno ya no se pregunta “y si pasa tal cosa, ¿qué hago?”; y comienza a preguntarse “¿cómo es que estas personas han llegado a actuar de este modo?”

Quizás llegue un momento en el que uno deje de hacerse preguntas -incluso, tal vez, de pensar. O, como dice el Chuang-Tsé, se olvide de teorías, nombres y palabras:

El propósito de una trampa para peces es cazar peces, y, cuando éstos han sido capturados, la trampa queda olvidada.
El propósito de un cepo para conejos es cazar conejos. Una vez capturados éstos, el cepo cae en el olvido.
El propósito de las palabras es transmitir ideas. Una vez captada la idea, la palabra queda olvidada.
¿Dónde podría yo encontrar a un hombre que haya olvidado las palabras? Es con él con quien me gustaría hablar.

Teatro, técnica y culto a la personalidad

El ejemplo de la actuación teatral

“Ama el arte en ti mismo, más que a ti mismo en el arte”.
Constantin Stanislavsky

El genial actor y director de teatro Constantin Stanislavski revolucionó la actuación teatral a partir de una sencilla intuición. Hasta entonces, la mayoría de manuales de actuación consistían en detalladas instrucciones y trucos para fingir diversas emociones o personajes en escena: si se ha de llorar, frótense los ojos con fuerza antes de entrar a escena; si se ha de cojear, pónganse piedrecillas en la punta de los zapatos, etc.
La actuación partía de la imitación “externa” (el término que, casualmente, eligió Stanislavski) y no de una compenetración “interna” con la intimidad del personaje. La actuación “externa” es un mero fingimiento; la “interna”, ideada por Stanislavski, un descubrimiento continuo de las variedades de la experiencia del personaje en la obra. Ahora, por vez primera, ensayar consistía ante todo en “construir un personaje”, para lo cual el actor debía echar mano de su “memoria emotiva” y su imaginación. Debía responder a preguntas como “¿para qué entra Hamlet a escena ahora? ¿Cómo se siente en este momento? ¿Qué pretende conseguir?” El maquillaje y la técnica pasaban al servicio de la motivación y la autenticidad. Si una determinada acción del personaje le resultaba inverosímil al actor, ninguna técnica, vestuario ni máscara podrían salvarlo de verse aparatoso, envarado y exagerado.

Stanislavski veía la técnica como una herramienta que permitía al actor dominar su “lienzo”: su propio cuerpo y sus emociones y vivencias. Ninguna dosis de técnica crearía a un buen actor; pero un actor sin técnica nunca podría ser bueno.
O más bien, podía llegar a ser bueno en la técnica. Y nada más. Carecería de “alma”, de vida, de fuerza. La audiencia lo admiraría, tal vez; pero no se dejaría conmover. Y el actor sería famoso, pero no mágico.

Todo lo cual concuerda con lo que hemos postulado -la diferencia entre familias yang y yin en la terapia.

“Culto a la personalidad”
Sin embargo, y casi sin darle importancia, Stanislavski diagnosticó también una de las consecuencias no buscadas de las familias “externas”: el culto a la personalidad. Solía decir que se debía “amar al arte en uno mismo, y no a uno mismo en el arte”; es decir, que la representación nace de la búsqueda del actor de la más absoluta autenticidad -no de su intento de engrandecerse aprendiendo a impostarla.

Pues, desde la perspectiva del actor “externo”, es él su propia obra. Cuando representa, no trata de ser fiel a la intención del autor del texto o del texto mismo, tal como él las entiende; sólo se es fiel a sí mismo. Le interesa figurar, ser visto y admirado, ser reconocido como un “gran artista”, recibir aplausos y buenas críticas; puesto que todo eso es muestra de que ha alcanzado el dominio absoluto de la técnica. Y este es el baremo que emplea para valorar su desarrollo: si es técnicamente impecable. No si es realista o auténtico.

En el teatro de Stanislavski, el protagonista indiscutible debe ser la obra misma. Cada actor se esmera por acercase lo más posible al sentido de ésta y al lugar que su personaje ocupa en el desarrollo de la trama. Cuanto más se luzca un actor en particular, menos deja ver la lógica global del drama, y más sufre la obra.

¿Quién protagoniza la terapia?
¿Podría ser que algo semejante ocurra en la terapia? Que, cuanto más espacio ocupen el terapeuta y su despliegue de habilidad y sabiduría, menos les quede a las personas que lo consultan… Y que, cuanto más se preocupen terapeutas y docentes por alcanzar la perfección en la técnica, menos se ocupen de escuchar y entender a las personas mismas.

Tal vez, los seminarios y conferencias que constituyen la médula de la formación terapéutica deberían girar no en torno a los terapeutas y sus invenciones sino a las personas que los han consultado. Tal vez, en lugar de escribir textos sobre nuestras preciosas técnicas y nuestras fascinantes teorías, podríamos preguntar a las personas por sus propias teorías y técnicas. ¡Nos llevaríamos una gran sorpresa, seguramente!

Pero es lo que se desprende, me parece, de una visión taoísta de la terapia. Pues, como decía el Libro del Tao:

Para ser jefe entre el pueblo,
Uno debe hablar como sus inferiores.
Para distinguirse entre el pueblo,
Uno debe caminar detrás del mismo.